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Sabiduría y entendimiento

Roy Gómez

 

Sabiduría y entendimiento

Sabiduría es saborear la vida, es saber vivir en armonía con el mundo, con los demás seres humanos y con Dios. La sabiduría no excluye el conocimiento erudito de las ciencias, por el contrario, lo utiliza como un recurso importante. Pero ser sabio no equivale a ser un científico o a tener un acumulado conocimiento racional. La sabiduría es más un conocimiento de la vida, de Dios y de todo lo necesario para vivir bien y ser feliz. Sabiduría y felicidad van de la mano.

Aquí la experiencia de todo ser humano es valiosa. Si tratamos de vivir bien, al final todos podremos decir algo sobre la vida y sobre cómo vivir mejor como seres humanos. Las escuelas literarias y los maestros de Israel recogieron la sabiduría popular (refranes, dichos, opúsculos, proverbios, sanciones, máximas, modismos, etc.) y la consignaron en distintos textos. En la literatura sapiencial judía tenemos libros tales como: los Proverbios, Eclesiastés, Salmos, Sabiduría, etc. Se buscaba que los miembros del pueblo los estudiaran, aprendieran y vivieran en una armonía necesaria que les permitiera ser felices en su entorno vital.

El punto de referencia para las reflexiones sapienciales era el Pentateuco, Torá o Ley de Dios (o sea los libros Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio). Según los rabinos, ahí estaba la clave para vivir bien y ser feliz. Si alguien quería ser sabio, debía estudiar la Torá, no tanto para aprenderla de memoria, sino para ponerla en práctica. No tanto para acumular conocimiento y ser reconocido por el pueblo como una persona erudita, sino para que la Palabra penetrara en la mente y el corazón y transformara la vida, pues, como dice la Carta a los Hebreos (segunda lectura): La Palabra es viva y eficaz, más incisiva que espada de dos filos. Se trataba de adquirir, iluminados por la Torá, el punto máximo de madurez humana para conocerse a sí mismo como criatura y a Dios como creador. Para aceptar la humanidad propia y la de los demás seres humanos.

Desde esta perspectiva, la sabiduría es lo máximo a lo que un ser humano puede aspirar. De nada vale todo el conocimiento científico, todas las riquezas del mundo, toda la fama y todo el poder, la salud y la belleza, si no se sabe vivir en armonía con Dios, con los demás seres humanos y con el mundo, si no se aprende a amar, a disfrutar y a ser felices.

En aquella época era normal acudir a los maestros para recibir claves de vida. El evangelio nos presenta a un hombre que salió a encontrarse con el Maestro del Camino, con el fin de pedirle una clave para alcanzar la vida eterna. Desde la propuesta evangélica, tanto la vida eterna como el Reino de Dios, no son exclusivamente promesas para la otra vida después de la muerte. Son potencias para convertirlas en acto, utopías para hacerlas realidad aquí y ahora, con proyección trascendental. Es decir que tenemos la posibilidad de vivir la vida eterna y el Reino de Dios desde ya. “¿Cómo poseer la vida eterna?”, fue la pregunta del hombre a Jesús.

Lo primero que hizo Jesús fue remitirlo a la bondad de Dios, pues nuestra bondad es sólo participación de la bondad de Dios. Ningún ser humano es pura bondad. Luego lo remitió a los mandamientos, cosa que hubiera hecho cualquier maestro judío y le recordó de manera especial aquellos que están más relacionados con el prójimo: no matar, no robar, no cometer adulterio, no acusar en falso, honrar padre y madre, es decir, no ser injusto. Desde Jesús el primer paso para encontrar a Dios es encontrar al hermano y establecer progresivamente, una relación de fraternidad.  

Se suponía que la clave para una vida eterna, sabia y feliz, era la Torá. Pero este hombre del evangelio, aunque la cumplía a cabalidad desde muy joven, no estaba contento, no se sentía pleno. Tenía una sed humana más fuerte de crecer, de ser más, de buscar algo más en la vida. “Todo esto lo he cumplido desde muy joven”, le respondió. 

Los evangelios resaltan en varias oportunidades las miradas de Jesús, con diferentes matices: con rabia, con amor, con dolor, o simplemente mira y el lector debe descubrir el sentido de la mirada.

Dice el texto que Jesús fijó su mirada en él, lo amó y le propuso algo más. Él, más que nadie, sabía que no bastaba con cumplir los mandamientos. Él, más que nadie, sabía que los mandamientos son unos mínimos para cualquier ser humano, inclusive para los no creyentes. Como realmente este hombre quería algo más, Jesús le propuso unirse al Reino que él construía. Hacer parte de la causa por la cual él vivía y moriría más tarde… “Sólo te hace falta una cosa: vete a vender todo lo que tienes y dales el dinero a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven y sígueme,” le dijo Jesús. 

Jesús no le propuso un rito ni tomar alguna pócima que le permitiera poseer la vida eterna. No hubo ningún “ábrete sésamo” para encontrar los tesoros del Reino. Hubo una propuesta que implicaba toda la vida. Pero no fue aceptada. El dinero compartido pudo ser un instrumento para adquirir un tesoro en el cielo, pero en este caso no fue así. En este caso el hombre optó por el dinero. Pudo más su apego a las riquezas que la propuesta de Jesús.

El hombre, desde su posición privilegiada, tuvo una sed de perfección y unos arrebatos de santidad. Suele ocurrir algunas veces cuando leemos historias de santos, cuando participamos de un retiro, de una jornada intensa de oración, de una Semana Santa, o cuando salimos, con la ayuda de Dios, de alguna dificultad. Deseos que muchas veces, como la semilla que cayó entre abrojos, nacen con muchas ganas, pero las promesas engañosas de la riqueza y las demás pasiones juntas, terminan ahogándolos. Si realmente buscamos algo más, si realmente queremos seguir a Jesús y ser santos como Dios es santo, misericordiosos como Dios es misericordioso, sepamos que la propuesta será siempre la misma: desprendimiento y disponibilidad para poner al servicio de la humanidad lo que somos y tenemos.

El hombre se fue y Jesús no podía detenerlo, nunca detuvo ni obligó a nadie; anunció a todos la Buena Nueva y les ofreció su camino, pero no podía minimizar la radicalidad de su proyecto con el fin de ganar adeptos. Lo miró y lo amó sinceramente como ser humano, apreció su deseo de participar en la vida eterna, pero lo dejó marchar libremente cuando así lo quiso. Luego dirigió su mirada alrededor, al panorama, como quien contempla la vida, como quien va descubriendo el corazón humano. Quedaban sus discípulos, quienes estaban con él, pero su corazón lo tenían en otra parte. A ellos les hizo este comentario: “¡Qué difícil va a ser que los que tienen la riqueza entren al Reino de Dios!” Hemos dicho que cuando se habla de Reino de Dios no hablamos exclusivamente de la otra vida.

Jesús no habló ahí de la salvación o la condenación después de esta vida, sino de la dificultad que tenían los que poseían riqueza para unirse a su causa. Para reforzar esa idea acudió a una exageración: “Hijos, ¡qué difícil es entrar al Reino de Dios! Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que el que un rico entre al Reino de Dios.”

¿Quiénes han hecho los cambios históricos? ¿Los de arriba? ¿Quiénes han realizado verdaderos cambios estructurales, transformaciones sociales, políticas, religiosas, culturales y económicas? ¿Los que tienen el poder? No. Los que tienen el poder no lo quieren soltar. Los que tienen la riqueza buscan conservarla de cualquier manera. Es muy difícil que acepten un nuevo orden. Y no se trataba solamente de los que tenían riqueza efectivamente, sino de la natural codicia que habita en el corazón humano. Codicia que animaba también a los discípulos, quienes esperaban no solo alguna contraprestación por el seguimiento, sino un puesto privilegiado en el reino que soñaban.

Si en todo ser humano hay codicia, deseos de poder, afán de riqueza en mayor o en menor grado, si ellos mismos que estaban con Jesús, aunque eran pobres, esperaban ser ricos… entonces ¿quién puede salvarse?, preguntaron sus discípulos. Esta vez la mirada la dirigió a ellos. “Para los hombres esto es imposible, pero no para Dios, porque para Dios todo esto es posible”, les respondió. Si permitimos que Dios entre en nuestra vida, si ensanchamos el corazón para que la bondad infinita entre a nosotros, seremos capaces de pasar por el ojo de una aguja y entrar en el Reino de Dios.

Vender todo y dárselo a los pobres, no podría ser tomado literalmente a tal punto de quedarnos en la calle por ser “generosos”, o tal vez por irresponsables con nosotros mismos. A nadie se le ocurriría hoy cortarse una mano, un pie, o sacarse un ojo, si cualquiera de esos miembros pusiera en peligro la fidelidad al mensaje. A nadie se le ocurriría odiar a padre y madre, sería, además, contrario al mismo evangelio. Éstos, como muchos otros textos, establecen condiciones de seguimiento dentro de la categoría de formulaciones extremas. Quieren expresar la radicalidad de la opción por Jesús, en las condiciones de vida denigrante a que se ven forzados muchos seres humanos.

Algunos dicen que dejarlo todo y seguir a Cristo es una invitación para los religiosos y religiosas, quienes hacen votos, o los llamados consejos evangélicos. Pero la propuesta de Jesús no fue ni un consejo, ni menos para una élite especial, sino para todo aquel que quisiera seguirlo.

Esta invitación tampoco es una defensa del descuido ni de la mediocridad, con la que muchos asumen la vida sin ocuparse de su bienestar y el de su familia. No es un llamado a multiplicar la pobreza ni a sumarnos a las masas de indigentes. No es un llamado a derrochar irresponsablemente todo lo que se adquiere, ni a dar a todo el que pide sabiendo que hay personas que se aprovechan de la generosidad de la gente. No es una exaltación de la miseria ni de la carencia de bienes como un valor. Jesús mismo no fue un asceta que pasara ayunando todo el tiempo. Por el contrario, los evangelistas lo presentan muchas veces disfrutando la vida en fiestas y en banquete. No sólo se dejó invitar, sino que invitó y presentó la relación Dios – ser humano, con un banquete.

Ésta es una invitación a optar por una forma de vida que no esté dominada por el dinero, sino conducida por el amor de Dios. A que nunca nos consideremos propietarios exclusivos de nada y a que pongamos a disposición de los demás lo que somos y tenemos, especialmente, a favor de aquellos a quienes nuestra sociedad les niega los derechos fundamentales. Los pobres, los más necesitados de la generosidad humana.

“El mensaje de Jesús plantea una alternativa al poder que en este mundo ejercen la riqueza y el dinero. Allí donde éstos se erigen en valores supremos, todo queda supeditado a ellos: el rasero por el que se miden los seres humanos es su capacidad adquisitiva, no su propia dignidad; lo que cuenta es el lucro y la ganancia, no el bien del hombre; el summum de la felicidad está en poseer sin freno ni medida, alcanzar el máximo poder y subir socialmente lo más alto posible; y las relaciones hu­manas se tornan opresivas y competitivas. Donde reinan el dinero y la riqueza, reinan la inhumanidad y la injusticia.

En cambio, donde se asume y se vive el mensaje de Jesús, se produce el efecto contrario: el valor supremo es el ser humano a cuyo bien se supedita todo; lo que cuenta es la dignidad humana, no el dinero o los bienes materiales que se poseen; lo que hace feliz es el amor, que se traduce en generosidad, solidaridad y entrega; y las relaciones humanas se vuelven cordiales, respetuosas, justas y fraternas. Donde reina el mensaje de Jesús, reina Dios y con él, la libertad, la justicia y la paz.” Que así sea…Luz.

 

royducky@gmail.com

 

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