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Trabajar con / después de la COVID-19

Trabajar con / después de la COVID-19

 

Ángel Ferrero

Reproducimos a continuación la ponencia realizada en el curso Conflictología 2020: la COVID y otras pandemias del sistema, organizada por el Servei Civil Internacional de Catalunya, que tuvo lugar el 17 de diciembre de 2020.

El tema de esta sesión es cómo la pandemia de la COVID-19 ha afectado al mundo del trabajo y qué consecuencias puede tener a corto y medio plazo. Como sabemos, la pandemia ha conmocionado el mundo del trabajo: las restricciones para evitar la propagación del nuevo coronavirus, desde el distanciamiento social hasta los confinamientos pasando por el uso generalizado de la mascarilla o los controles diarios de temperatura, han obligado a muchas empresas a reorganizarse o a detener su actividad por completo, y, allí donde ha sido posible, pasar al teletrabajo, al que más adelante volveré con más detenimiento.

El carácter transnacional de muchas de estas compañías ha facilitado la transmisión rápida del virus hasta convertirlo en una pandemia, una característica alcanzada en esta fase reciente del capitalismo que conocemos como “globalización”. Como consecuencia de ello, se han experimentado interrupciones en las cadenas de fabricación y distribución globales, cuyos eslabones geográficamente son en ocasiones muy distantes, y cuando se ha retomado la producción se han producido cuellos de botella, provocando turbulencias en la economía mundial.

En algunos sectores hemos visto cifras que chocaban. En el sector de la aviación, por poner un ejemplo, la Organización de Aviación Civil Internacional (ICAO), una de las agencias de la ONU, calculó en marzo pérdidas de entre 198.000 y 273.000 millones de dólares. En los meses siguientes se sucedieron los anuncios de planes de restructuración que pasaban por la eliminación de puestos de trabajo en el sector de la aviación o el del automóvil después de conocerse pérdidas multimillonarias: 4.500 puestos de trabajo en easyJet en mayo; 15.000 en la empresa de suministros del automóvil ZF, también en mayo; 6.000 puestos de trabajo en BMW en el mes de junio; o 9.500 puestos de trabajo en el Grupo MAN en el mes de septiembre. No todas las empresas han perdido en esta crisis. Las grandes beneficiarias han sido, como es notorio, las empresas de software, las de comercio electrónico y las de ocio digital. Amazon es sin duda el caso más conocido: según Forbes, la fortuna personal de su fundador, Jeff Bezos, pasó de 115.000 millones de dólares en el mes de enero a 200.000 millones de dólares en el mes de agosto, una cifra sin precedentes en la historia. Pero también han registrado ganancias importantes Alphabet (el nombre del conglomerado del que forma parte Google), Microsoft o Facebook.

En el caso del ocio digital han ganado las plataformas de contenidos como Netflix. Aunque Disney ha visto caer un 6% sus ingresos respecto a 2019, con una pérdida de casi 3.000 millones de dólares vinculada al cierre de los parques temáticos, Disney+, su servicio de contenidos, ha ascendido a 73 millones de suscriptores. Y aunque no se habla tanto de ello, las empresas de videojuegos también han salido reforzadas: según Nasdaq, en Estados Unidos son ya 224 millones de personas las que destinan 14 horas semanales a esta actividad de ocio, cuando en el año 2018 dedicaban 12 horas semanales. Eso se ha reflejado, por ejemplo, en las acciones de empresas como Nintendo, pero también en la de otras compañías como Electronic Arts o Activision Blizzard que, por lo que parece, ahora han vuelto a bajar, como en el caso de Netflix, por el anuncio de las vacunas contra la COVID-19.

Llegados aquí, se hace necesario introducir un matiz importante: esta situación, de la que estas cifras son, huelga decirlo, sólo unas pinceladas muy generales, corresponde a los países desarrollados, pero no es en ningún caso extrapolable al resto del mundo, y me gustaría comentarla ni que sea rápidamente. Según la Organización Mundial del Trabajo (OIT), en el tercer trimestre de 2020 se perdieron 345 millones de puestos de trabajo a escala mundial. En una economía mundial tan interconectada como la actual, la caida de consumo en los países desarrollados ha tenido un impacto en sectores tan diferentes como el petrolífero en países dependientes de su exportación, como Nigeria, o el textil en países como Bangladesh, Sri Lanka, Myanmar o incluso Rumanía, que forma parte de la Unión Europea. Según una estimación de la OIT, sólo en India hasta 400 millones de personas podrían encontrarse en riesgo de pobreza a causa de su condición de trabajadores de la economía informal.

Las consecuencias de esta situación podrían ser potencialmente catastróficas e ir desde un deterioro de las condiciones de trabajo si millones de personas deciden renunciar a sus derechos laborales por tal de tener un trabajo e ingresos hasta un aumento de la inestabilidad política y social a medida que millones de personas vayan engrosando las filas de desempleados y desposeídos. Cabe decir que la brecha también será de género, ya que en crisis como la que vivimos las mujeres trabajadoras corren más riesgos de perder su empleo que los hombres, especialmente en los países en vías de desarrollo, ya que se encuentran más presentes en la subocupación y la economía informal.

Con esto ya quedaría un poco más completo el marco general. Durante las primeras semanas de confinamiento, sobre todo en las redes sociales, y posiblemente sólo en las redes sociales, fuimos testimonios de un optimismo digno de mejor causa que se repite con cada crisis y que da por hecho que, por alguna fatalidad, nuestras relaciones sociales mejoraran y los gobiernos abandonaran sus postulados neoliberales y llevarán a cabo medidas neokeynesianas para reactivar la economía. Optimismo digno de mejor causa porque quien cree eso normalmente no se detiene a pensar cuál es el apoyo y cuál la capacidad de movilización de los sindicatos, de los partidos de izquierdas y de los movimientos sociales, ni cuál es el grado de conciencia y formación de sus afiliados y simpatizantes. Sí que es cierto, empero, que la pandemia podría llegar a servir para que muchos trabajadores tomen conciencia de sus derechos, por ejemplo, cuando los empresarios no toman medidas de seguridad suficientes contra el contagio. Hemos visto propuestas de este tipo en diferentes sectores en todo el mundo, desde la sanidad hasta la logística, y seguramente veremos más. Pero si hay una toma de conciencia, esta podría, claro está, desarrollarse posteriormente, siempre y cuando haya las organizaciones capaces de canalizar la voluntad de cambio de los trabajadores.

En este contexto, hacer pronósticos es un ejercicio arriesgado. Un artículo de The New York Times resumía bien uno de los posibles escenarios al señalar cómo durante la pandemia se habían destruido muchos puestos de trabajo y cómo se habían creado muchos puestos de trabajo nuevos. Una obviedad. Pero como se apresuraba a señalar de inmediato, la mayoría de los puestos de empleo que se han creado han sido “en el sector de bajos salarios: como conductores de reparto, como mozos de almacén y como personal de limpieza”. Ésta es una tendencia que también hemos visto en nuestro país, como no ha pasado a nadie desapercibido. La imagen de repartidores en bicicleta, o riders, como se los conoce en el argot empresarial, de compañías como Glovo o Deliveroo, se ha convertido en diaria en las ciudades de Cataluña. Aunque los medios de comunicación han denunciado tanto las condiciones abusivas hacia sus empleados, que una sentencia de septiembre del Tribunal Supremo considera como falsos autónomos, como hacia sus clientes, con comisiones a los locales de restauración que pueden llegar al 35% y al 45%, nada de eso parece haber hecho aumentar la conciencia de los consumidores.

Todo esto ha pasado, en fin, mientras, en términos generales, las condiciones laborales en la resta de sectores, tanto de ámbito público como privado, lejos de mejorar, ha empeorado, incluso en aquellos trabajos considerados esenciales durante la pandemia y más expuestos al riesgo de contagio, pero también en los puestos de trabajo con atención al público, con una mayor agresividad de determinados clientes, abusos de todo tipo por parte de los superiores o condiciones higiénicas insuficientes. La inseguridad laboral y la incertidumbre sobre qué ocurrirá, y qué tipo de cambios y secuelas, algunas de ellas posiblemente permanentes, dejará la pandemia, generan angustia y ansiedad entre muchos trabajadores.

Este deterioro de las condiciones laborales incluye también a buena parte de quienes trabajan (o trabajamos) en régimen de teletrabajo. Una vez más, y van ya unas cuantas, aquí hemos visto cómo la visión idealizada previa a la pandemia que muchos tenían del teletrabajo ha chocado con la realidad. Una visión, como explicaré de aquí un momento, que no era una elaboración enteramente propia, sino que había sido cultivada por los medios de comunicación, hasta el punto que parecía, si se me permite la broma, que con el trabajo se conseguiría un equilibrio social no muy diferente a aquella descripción de la sociedad comunista que hacía Karl Marx en La ideología alemana en la cual todo el mundo podría “cazar por la mañana, pescar al mediodía, criar ganado por la tarde y ejercer la crítica después de cenar”. Meses después muchos han comprobado en carne propia que el trabajo no les permite disponer del tiempo libre que les habían prometido para leer más, cultivar viejas y nuevas aficiones o incluso pasar más tiempo con la familia estando en su propia casa, y no digamos ya “cazar por la mañana, pescar al mediodía, criar ganado por la tarde y ejercer la crítica después de cenar.”

Por comenzar por lo más obvio: no todo el mundo puede teletrabajar. Susan Hayter, asesora de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), constató meses atrás cómo los trabajadores “con salarios más elevados tienen más posibilidades de escoger trabajar remotante, mientras que aquellos con salarios más bajo no tienen ninguna posibilidad”. Sólo en Francia se ha calculado que pueden recurrir a esta modalidad de trabajo un 60% de los trabajadores especializados, pero sólo un 1% de los trabajadores sin especialización o que llevan a cabo trabajos manuales. Como consecuencia, hemos visto cómo se han originado focos de contagio, por ejemplo, en muchas empresas de procesamiento de alimentos. La situación de los mataderos industriales alemanes ha sido motivo de críticas en los medios de comunicación. En estos mataderos trabajan muchos inmigrantes de Europa oriental –sobre todo de Rumanía y Bulgaria– en condiciones que no permiten el distanciamiento físico. Además, sus salarios son tan bajos que se ven obligados a vivir en pisos compartidos entre muchos donde este distanciamiento físico es prácticamente imposible después del trabajo.

Pero entre los trabajadores de cuello blanco también encontramos que el teletrabajo está muy lejos de ser la solución óptima que nos han presentado los utopistas tecnológicos estos últimos meses y durante estos últimos años. Las ventajas, reales o supuestas, del teletrabajo, acostumbran a presentarse más o menos como sigue: el teletrabajo permite conciliar el empleo con el trabajo doméstico y la vida familiar, evitar el contacto con colegas desagradables, etcétera. Desde los medios de comunicación el teletrabajo se ha promocionado dentro del marco de lo que John Hartley llamó “ideología de lo doméstico”, una ideología de posguerra que tenía como finalidad convertir el hogar “en alguna cosa más que una vivienda, más que un refugio”, para transformarla en “un estilo de vida en sí mismo y las actividades que debía sostener”. En estos mismos artículos, los inconvenientes se reducen más o menos a esta enumeración: la capacidad de los propios trabajadores para organizar su horario laboral, para mantener una disciplina y para evitar la tentación de procrastinar. Como habréis observado, los inconvenientes se cargan sobre las espaldas de los trabajadores, y solamente sobre las espaldas de los trabajadores.

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