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El Informador
Marcos Vinagrillo

En 1992, el etnobotánico Terence McKenna lanzó una divertida hipótesis sobre la evolución del Homo sapiens, la Teoría del Mono Dopado, donde propone que el cerebro humano resultó del consumo de sustancias psicotrópicas, es decir, de “darse un toque”, de usar drogas. En su libro El manjar de los dioses, McKenna propone que una consecuencia de que al mono le gustara “la mona” fue que aquel simio que quizá solo pensaba en sobrevivir, se preguntara cosas más complejas: ¿quién soy? o ¿por qué existo?
La controversial teoría plantea una interesante hipótesis y, en efecto, sabemos que sustancias como el DMT de la ayahuasca catalizan ideas abstractas y a la par, surge otra duda: ¿qué es la sobriedad? Vivimos dopados por lo que comemos, cada alimento libera químicos que alteran nuestro cuerpo, quitar el hambre ya es una respuesta y comer chocolate eleva la dopamina y la serotonina, hormonas de la felicidad humana. Entonces no suena tan “pacheco” que la curiosidad primate por “besar sapos” y “comer hongos” trajera consecuencias inesperadas, desde la primera vez que a un chango le dio “la pálida” hasta, posiblemente, el desarrollo del humano actual.

En esta crónica del Antropoceno, la lista de sustancias psicotrópicas es enorme, desde la cerveza egipcia, la coca Inca o el peyote Wixárika. Pero nuestra relación con las drogas cambiaría drásticamente cuando pasamos de rituales con naturalezas sagradas a la era del narcotráfico, el hijo menos agraciado de las ciudades. Porque algo en común de Detroit, Tokio, Darmstadt y Basilea, es que son ciudades que sintetizaron importantes drogas actualmente narcotraficadas: la “keta”, el “cristal”, el “éxtasis” y el “ácido”, respectivamente. Hasta México sumó su granito al registrar por primera vez la palabra “marihuana” y popularizarla como burla a Victoriano Huerta, dictador de “ojos rojos” al que cantaban: “la cucaracha ya no puede caminar, porque no tiene, porque le falta, marihuana que fumar”.
Y antes de juzgar a los consumidores, recordemos que no evolucionamos en ciudades, no vivíamos más de 30 años, no experimentábamos el tráfico y no reportábamos al SAT, presiones urbanas que hacen de la nicotina, la cafeína y el azúcar, tres de las sustancias más consumidas globalmente. Ya sea la insulina de mi abuela, el mate de mis mañanas o el “porro” que Edison y Freud se forjaban al hacer historia, todos usamos sustancias para mejorar nuestra experiencia de vida.
Sobre el autor
Marcos Vinagrillo es biólogo y maestro en comunicación de la ciencia y la cultura. Su experiencia y pasión se ha centrado en la comunicación ambiental y la biodiversidad a través de acuarios, zoológicos y jardines botánicos. Actualmente colabora con el Museo de Ciencias Ambientales en las narrativas de las exhibiciones vivas, los jardines y el proyecto del Jardín Educativo.

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