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De luchador a criminal: el gran error de Pancho Valentino

Bertha Hernández

Era un botín fabuloso; un golpe seguro, sin peligro. O al menos eso decía aquel hombre que había probado la ovación multitudinaria y al que las malas decisiones habían expulsado del mundo que le pudo haber entregado en las manos la gloria deportiva. Sus conocidos, todos con antecedentes criminales, se dejaron endulzar el oído. Sin saberlo, entraban en la ruta que los involucraría en un asesinato que electrizó a la ciudad de México.

¡Dos millones de pesos! ¡Un pico adicional en oro! Con ese anzuelo, el ex luchador José Valentín Velázquez, que había brillado en el ring con el nombre de guerra de Pancho Valentino, convenció a un puñado de amigos suyos, conocidos durante sus visitas a la penitenciaría de Lecumberri. “Los curitas son muy confiados”, garantizó aquel hombre, obsesionado por la riqueza que, según él, se almacenaba en algún escondite de la iglesia de Fátima, en la colonia Roma de la ciudad de México.

Escuchaban atentos tres hombres: Pedro Vallejo, “El México”, Pedro Linares, “El Chundo” y Ricardo Barbosa, “El Novillero”. Todos formaban parte de la oscura franja de los marginados de la capital del país, y todos tenían antecedentes penales que los señalaban como ladrones de oficio, habilidosos para transas y delitos de poca monta, por los que, invariablemente, habían ido a parar al Palacio Negro.

Era la Nochebuena de 1956. Pancho Valentino estaba ansioso; necesitaba dinero con urgencia. Vivía en un cuarto de hotel con su hijo pequeño. Tenía rato de haber sido alejado de la lucha libre, a causa de su mala cabeza, de los impulsos violentos que no podía contener, de la mala historia con su esposa. En aquella noche del 24 de diciembre, ya no pensaba siquiera en algunos pesos para el regalo de Navidad de su hijo; lo que necesitaba era poder pagar el hospedaje. Así de mal le iba la vida en esos tiempos.

El plan era muy sencillo, contado por Pancho. Él se disfrazaría de médico, llamaría a la puerta de la parroquia, pidiendo un sacerdote que fuera a aplicar la extremaunción a un moribundo. Cuando se abriera la puerta, él se abriría paso a la fuerza, sus compañeros lo seguirían, y, amedrentando al párroco darían con el botín, que Pancho Valentino calculaba en la suma, fabulosa para la época, de dos millones de pesos. Nadie le haría daño al padrecito, y se retirarían muy contentos, con el bolsillo lleno.

El golpe, que estaba planeado para esos, los últimos días de diciembre de 1956 fracasó, porque Pancho estuvo llamando muy buen rato a la puerta de la parroquia. Le dolió el dedo de tanto aporrear el timbre. Nunca se abrió la puerta de las oficinas de la iglesia de Fátima. Con la cola entre las patas, el antiguo luchador y dos de sus compinches, se retiraron. El tercer ladrón, el Novillero, que esperaba con un auto listo para salir huyendo, puso mala cara cuando vio a los tres fracasados acomodarse en silencio en el vehículo. Solo mucho después se enteraron de que el timbre no servía: nadie se enteró de que un falso médico pretendía que lo apoyara un sacerdote compasivo con los moribundos.

Pero Pancho, urgido de dinero, se obsesionó con el oculto tesoro de la iglesia de Fátima. Además, estaba seguro de que asaltar un templo era una cosa de lo más sencillo. De modo que pasó el fin de año dándole largas al administrador del hotel, y recomponiendo, en su fuero interno, el plan que lo llevaría a apoderarse de aquellos millones. A sus cómplices les había ofrecido 700 pesos por cabeza, y nadie había renegado de la oferta. Ni siquiera el Chundo, que era católico, sintió el menor escozor al escuchar al ex luchador corrigiendo su proyecto criminal.

Mala cabeza, temperamento violento

En la década de los 50 del siglo pasado, Pancho Valentino era popular. En sus buenos tiempos, las mujeres lo encontraban atractivo, y había tenido un cierto éxito en el mundo de la lucha libre.

Oriundo de Pachuca, quiso primero ser torero. Pero su temperamento lo puso en el camino del box y la lucha libre. Este último camino fue el que le atrajo más. Debutó en 1942. Los asiduos a la Arena Coliseo vieron grandes momentos de Pancho Valentino. Entre su eficacia como luchador y su apostura, tenía muchas seguidoras y admiradoras.

Entonces empezó la mala fama, porque Pancho Valentino dio en explotar su éxito con las mujeres; dinero, obsequios, salidas a sitios caros. No obstante, el buen momento de aquel hombre no terminaba. En las estelares de la Arena México llegó a hacer mancuerna con El Santo, para enfrentarse a El Tarzán López y Jalisco González. Era 1952, y después de 10 años de picar piedra, Pancho Valentino era famoso y apreciado.

Pero las malas decisiones, el mareo que la fama produce, emborracharon a Pancho. Se hicieron frecuentes y famosos sus pleitos, sus escándalos. Se supo de sus cuatro esposas, y de los hijos que tenía con cada una de ellas; se supo de la violencia ejercida contra su esposa de origen alemán, Andrea Von Lussum, a quien, ciego de celos, marcó en el rostro con una navaja.

Aquel escándalo fue sonado: marcó el fin de la lucha libre en la vida de Pancho Valentino. Además de ser encarcelado, se le retiró su licencia para luchar en el Distrito Federal y lo expulsaron de la Asociación de Luchadores Profesionales. Iba cuesta abajo. Por matrimonio, había conseguido la nacionalidad estadunidense, que perdió después de una fenomenal bronca en Silver City, Nuevo México.

Se hizo conocido de los reporteros de la nota roja, y se pueden documentar quince ingresos a la Penitenciaría de Lecumberri. Ahí fue donde conoció a los que hizo sus cómplices cuando empezó a soñar con los millones de la iglesia de Fátima.

Todo sale mal

¿De dónde sacó Pancho Valentino que se haría rico robando una iglesia? La historia se la debía a El Novillero, sobrino de José Moll, párroco de Fátima. Muy desencaminado andaba el antiguo vendedor de capotes y muletillas, cliente habitual del Café Tupinamba, porque él fue quien aseguró que en aquel templo católico había mucho dinero, pues los feligreses solían ser generosos. Aquel dato prendió en la imaginación del ex luchador, quien vio en aquel golpe la solución a todos sus problemas.

La noche del 9 de enero de 1957, junto con El Chundo, El Novillero y El México, Pancho Valentino se dirigió a la iglesia de Fátima. Sin preámbulos, mataron al perro que custodiaba la casa cural. No iban a perder tiempo en engatusar al perro.

En tropel, entraron, comenzaron a abrir cajones, a forzar vitrinas. Ni rastro de los dos millones de pesos.

Desesperado, Pancho empezó a revolver y a romper todo. Solamente tenía en las manos unos pocos adornos de oro, ¡y veinticinco pesos! El golpe era ya un fracaso, pero el luchador no quería irse con las manos vacías: creyó que detrás de la imagen de la Virgen de Fátima estaba una caja fuerte, y al moverla, dijo después, se le resbaló y cayó. De todas formas, a espaldas de la patrona del templo no había nada. Ciegos de frustración se dedicaron a saquear los cepos. El gran robo se había esfumado. Eran lo que habían sido siempre: rateros de medio pelo vaciando alcancías.

Fue entonces cuando el sacerdote Juan Fullana Taberner sorprendió a los ladrones. Sin pensar, Pancho Valentino se fue sobre aquel hombre ya mayor. Lo golpeó y lo amarró. La prensa dijo que el cura fue torturado y tenía señales de estrangulamiento. Como el padre Fullana nunca pudo decir dónde estaban los dos millones de pesos porque jamás existieron, Pancho, enloquecido, le metió dos tiros en la cabeza.

Salieron huyendo con su escaso botín. En su desesperación, se llevaron hasta una sotana y algunos ornamentos, pensando en malbaratarlos. De lo perdido, pensaron, lo que apareciera.

No sabía que, del mismo modo que un siglo antes, unos ladrones de baja ralea, como ellos, habían sido capturados precisamente por llevarse prendas de vestir. Se convertirían en una de las pistas que permitirían capturarlos.

Rumbo a las islas Marías

El crimen de la iglesia de Fátima causó ira popular. Una capital mucho más religiosa que la conocida por los habitantes del siglo XXI se conmocionó. Una multitud se arremolinó ante la iglesia de Fátima. Indignados, numerosos líderes de opinión exigieron dar con los responsables del asesinato.

El funeral del sacerdote fue multitudinario; la demanda de justicia era ensordecedora. La policía tuvo que moverse con rapidez.

Menos de 24 horas después de cometido el asesinato, dieron con El Chundo, que intentaba vender en el mercado de Tepito la sotana y los objetos robados. Torpes hasta lo asombroso, se habían llevado una sotana manchada con la sangre del cura. No hizo mucha falta hacer presión para que El Chundo confesara todo. Pancho Valentino y El México habían escapado hacia el norte del país.

Poco a poco fueron cayendo los raterillos que habían sido convocados para el asalto. A El México, lo atraparon en Ciudad Juárez. No hubo que ir tan lejos para capturar a Pancho Valentino, que, llevando a su pequeño hijo, se movía por el estado de Querétaro.

Lo alcanzaron en una población llamada San Isidro. Pancho dejó en el cuarto de hotel las pocas pertenencias que llevaba. Con el niño en brazos, echó a correr. Los policías capitalinos lo vieron corriendo por un descampado. A gritos, lo intimaron a detenerse, o dispararían. Pancho Valentino se detuvo, puso a su pequeño en el suelo, no opuso resistencia. Así capturaron al asesino del sacerdote Juan Fullana Taberner.

Los cuatro delincuentes fueron sentenciados a 33 años de prisión. No quedaron en Lecumberri: fueron enviados a las Islas Marías. De Pancho Valentino se dijo que construyó una casa en un árbol para vivir en ella. Quería olvidar aquel torbellino, esos días en que fue bautizado por la prensa como “El Matacuras”.

Veinte años después de haber llegado a las Islas Marías, Pancho Valentino, hombre violento, luchador desafortunado, murió. Se dijo que lo mató un infarto, que las lesiones de sus días en el ring le provocaron un ataque epiléptico que le costó la vida. Atrás quedó la fama deportiva. La nota de su muerte solamente mereció espacio en la sección policiaca de los periódicos de la capital.

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