Edgardo Bermejo Mora
María Moliner y la Compañía Nacional de Teatro
Regresé al teatro tras 15 meses de ausencia. Toda la emoción de hacerlo cabe en las ocho palabras de esta frase. Hace un par de semanas, gracias a los esfuerzos del Instituto Nacional de Bellas Artes, asistí a la sala Héctor Mendoza de la Compañía Nacional de Teatro para ver la obra Diccionario, del dramaturgo español Manuel Calzada Pérez, dedicada a la vida de María Moliner, la extraordinaria mujer creadora del Diccionario del Uso del español.
No hay sala de redacción en los periódicos que valga, ni estudio de un escritor que se precie de tal cosa, si no cuenta con el amparo de esos dos volúmenes que registran, festinan y documentan a nuestra lengua. Si el teatro es, a fin de cuentas, una extensión escénica de las palabras, dedicar una obra a la mujer que hizo de ellas una hazaña de vida, y que se impuso la tarea insensata de abarcar el vasto universo del idioma español en tres mil páginas era justo y necesario. Lo que es difícil entender es por qué no se había hecho antes y por qué María Moliner sigue siendo un personaje desconocido para muchos hispanohablantes.
Un homenaje simultáneo al español y a la mayor de sus demiurgos animan esta obra, dirigida para su puesta en México por Enrique Singer, y protagonizada por la extraordinaria actriz Luisa Huertas.
María Moliner nació en Madrid en el arranque del siglo XX y murió, a consecuencia de un trastorno neurológico que le fue robando la memoria, en 1981. Cruel paradoja: la gran coleccionista de palabras en sus últimos años sufrió una forma de demencia que le hizo perder, una a una todas las palabras, hasta quedarse vacía.
Cuando murió, uno de sus mayores beneficiarios, el escritor Gabriel García Márquez –un año de recibir el Premio Nobel de literatura – le dedicó un artículo publicado en el periódico español El País. Cito algunos fragmentos de aquel artículo:
“María Moliner hizo una proeza con muy pocos precedentes: escribió sola, en su casa, con su propia mano, el diccionario más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana. Tiene dos tomos de casi 3,000 páginas en total, que pesan tres kilos, y viene a ser, en consecuencia, más de dos veces más largo que el de la Real Academia de la Lengua, y —a mi juicio— más de dos veces mejor”.
“Es un diccionario de uso; es decir, que no sólo dice lo que significan las palabras, sino que indica también cómo se usan, «Es un diccionario para escritores», dijo María Moliner y lo dijo con mucha razón”.
“Un día se levantó a las cinco de la mañana, dividió una cuartilla en cuatro partes iguales y se puso a escribir fichas de palabras sin más preparativos. Calculó que lo terminaría en dos años, y cuando llevaba diez todavía andaba por la mitad. «Siempre le faltaban dos años para terminar», me dijo su hijo menor. Era natural, porque María Moliner tenía un método infinito: pretendía agarrar al vuelo todas las palabras de la vida”.
“En 1967, presionada por la Editorial Gredos, dio el diccionario por terminado. Pero siguió haciendo fichas, y en el momento de morir tenía varios metros de palabras nuevas que esperaba ver incluidas en las futuras ediciones. En realidad, lo que esa mujer de fábula había emprendido era una carrera de velocidad y resistencia contra la vida. En 1972 su candidatura se presentó en la Academia de la Lengua, pero los muy señores académicos no se atrevieron a romper su venerable tradición machista. Ella se alegró cuando lo supo, porque le aterrorizaba la idea de pronunciar el discurso de admisión. “¿Qué podía decir yo”, dijo entonces, “si en toda mi vida no he hecho más que coser calcetines?”. (Tras su muerte) Yo me sentí como si hubiera perdido a alguien que sin saberlo había trabajado para mí durante muchos años”.
Yo nací en 1967, tengo la misma edad que el Diccionario del Uso del español, y siento, como García Márquez, que María Moliner me ha acompañado a lo largo de mi vida.