Razones
Jorge Fernández Menéndez
El presidente López Obrador ha sido tan excesivo en sus denuncias verbales y de todo tipo que ha acabado al final de su mandato aprisionado en sus propias trampas. Son innumerables las contradicciones en las que está cayendo cotidianamente, pero dos son notables: el caso Ayotzinapa y la relación del poder con el narcotráfico.
Lo sucedido el lunes en Palacio Nacional es sencillamente inadmisible. Un grupo pequeño de supuestos estudiantes de Ayotzinapa, llegaron al Zócalo y con toda impunidad comenzaron ataques contra Palacio Nacional con cohetones con metales que dejaron, además de daños al inmueble donde vive y despacha el presidente de la república, 26 policías heridos, hombres y mujeres que tenían la orden de soportar el ataque y no hacer absolutamente nada.
El presidente López Obrador dijo en la mañanera de ayer que eran provocadores que llegaron con tres camiones (en un Zócalo peatonal que apenas habían inaugurado como tal unas horas antes) hicieron el ataque y se fueron. Si eran provocadores ¿por qué nadie hizo nada, porqué, pese a que hay policías heridos y fue un ataque contra Palacio Nacional no hay una denuncia, un solo detenido, porqué se les permite actuar con total impunidad a estos grupos en cualquier lugar del país incluyendo el centro político del poder?
Insistimos, no hay denuncias ni detenidos. ¿Qué tienen que hacer estos provocadores, sean o no de Ayotzinapa, para que se les ponga un límite? Es más, ¿existe un límite para ellos? Con un punto adicional, estos grupos dicen que atacaron Palacio Nacional, y eso lo ratificó el presidente, porque protestaban contra la sentencia que les permite a ocho militares seguir en detención domiciliaria el proceso por delincuencia organizada relacionado con el caso Ayotzinapa.
La FGR y la fiscalía especial no tienen una sola prueba contra esos militares ni contra los cinco que aún están detenidos y que tendrían derecho también a seguir sus procesos en su domicilio. No tienen pruebas, tienen criminales confesos convertidos en testigos protegidos para acusar a esos militares y construir una tesis del crimen de Estado que no tiene como sostenerse.
Esos criminales confesos, los verdaderos secuestradores de los jóvenes y asesinos de los jóvenes, fueron protegidos por el ex fiscal especial Omar Gómez Trejo y por Alejandro Encinas. El ex subsecretario de gobernación también fue el que ideó la estrategia de liberar criminales para convertirlos en testigos protegidos y denunciar sin pruebas a militares. Dejó su cargo ante el fracaso evidente de su investigación, pero ahora es quien coordina la campaña de Clara Brugada en la CDMX. ¿Tampoco hay un límite, un castigo, en este caso político, para Encinas, esa es la política de absoluta impunidad que quiere defender la candidata Brugada en la ciudad, seguirán estos grupos haciendo lo que quieran sin que nadie los moleste? Es pregunta.
Los malabares que tiene que hacer el presidente López Obrador con este tema dan pena ajena. El presidente sabe que la investigación fracasó, sabe que esos militares son inocentes, los mandos militares se lo han mostrado una y otra vez, no tienen una sola prueba seria que los involucre, no puede romper con un ejército que se ha convertido en su principal sostén institucional, pero al mismo tiempo no puede abandonar el discurso del crimen de Estado ni a estos grupos que son efectivamente unos provocadores que atentan contra la estabilidad del propio gobierno. El presidente quedó atrapado en su discurso.
Lo mismo sucede con el narcotráfico. El gobierno ha hecho escarnio de sus antecesores, acusándolos de ser narcogobiernos, de estar coludidos con el crimen organizado, de haber provocado masacres y generado el clima de violencia. Pero resulta que lo hizo usando las mismas acusaciones y en ocasiones los mismos testimonios de criminales convertidos en testigos protegidos que ahora lo acusan a él. Con una diferencia, por más equilibrios que se hagan en las mañaneras, el número de asesinados, desaparecidos, de extorsiones y de violencia es el más alto de la historia contemporánea del país y supera con mucho el de los sexenios que el presidente califica de narcogobiernos.
Es sencillamente un desastre y esa violencia cruza el país de norte a sur y de este a oeste. El discurso de responsabilizar a los antecesores por lo que ocurre en la actualidad, funciona cuando está comenzando un gobierno, y no cuando está en sus últimos meses, cuando han pasado cinco años y medio de fracasos en la política de seguridad y cuando se acumulan testimonios, incluso en documentos oficiales de otros países, de corrupción y tolerancia con los grupos criminales.
Como decíamos ayer, el presidente puede sostener que la DEA hizo en su último informe anual un “refrito” de informaciones que ya eran conocidas, pero ese refrito es la posición oficial del gobierno estadounidense en el tema de las drogas y exhibe una realidad que puede ser inmanejable para cualquier gobierno. Y en ese sentido, pocas cosas deberían ser más importantes para el Estado mexicano que la relación con sus vecinos y principales inversionistas y socios comerciales.
Pero también en esto el presidente López Obrador quedó atrapado en un discurso irresponsable para con sus antecesores, para sí mismo y para la relación con Estados Unidos. Pero éste no es sólo un costo dialéctico: implica casi 188 mil muertos en el sexenio, 50 mil desaparecidos y cien mil muertos al año por sobredosis en la Unión Americana. Las palabras pesan, las realidades mucho más.