Carlos Matute González*
El discurso de inicio del encargo de la Ministra Lenia Batres, la autollamada ministra del Pueblo, consideró que a la Suprema Corte a la que se integró le corresponde acatar la Constitución y que debe estar subordinada a la misma, pero se quejó que esto no sucedía y la demostración de su dicho consistió en que ella escucha a los litigantes afirmar que la Constitución es lo que la Suprema Corte indica.
Estas palabras conducen a la pregunta: ¿Quién interpreta la Constitución? ¿Los legisladores, los jueces o los gobernantes? ¿Todos? ¿El pueblo a través de la mayoría política o de su flamante ministra? y ya que ésta en su discurso citó a Kelsen, utilizaré al jurista austriaco para dilucidar el contenido del derecho democrático al que se refirió tangencialmente y que es aquél en el que la persona que debe acatarlo participa en su generación, interpretación y aplicación. En ese sentido, el acuerdo de voluntades es el derecho más democrático y la ley es el más autoritario porque es una orden general que la impone a una colectividad un órgano del Estado con una representatividad, que es variable y efímera.
Los jueces federales, la Suprema Corte es su máxima instancia, interpretan la Constitución a petición de parte agraviada, es decir, cuando los involucrados en una relación jurídica directa o indirectamente no pueden llegar a un acuerdo sobre el alcance de la misma, ni hay consensos suficientes en los órganos legislativos o alguna persona gubernamental o no gubernamental considera que ésta es violada a través de la controversia constitucional, la acción de inconstitucionalidad o el juicio de amparo. El parámetro que utilizan para dirimir las controversias en la interpretación de la Constitución es la propia Constitución, que cuando hay un conflicto por lo menos tiene dos interpretaciones, que son el objeto de la deliberación y, en su caso, resolución.
En esa lógica, la Suprema Corte nunca se extralimita cuando interpreta la Constitución como última instancia, ni pone en duda su supremacía como norma ubicada en la cúspide del ordenamiento jurídico cuando resuelve en contra de lo ordenado por los gobernantes o los legisladores, ni se pone encima de los otros poderes por emitir una interpretación que no coincide con la mayoría política representada por el presidente, los senadores o los diputados.
Las sentencias de la Suprema Corte son obedecibles, pero esto no significa que estén exentas de la crítica o la discrepancia y es válido disentir de ellas y calificarlas de “anticonstitucionales” en la medida que la interpretación de la Constitución no es absoluta, ni definitiva. Incluso los jueces utilizan el recurso de la sustitución de un criterio jurisprudencial cuando hay otros elementos que permiten sostener una postura contradictoria a la que originalmente se consideró correcta. Esto significa que la “anticonstitucionalidad” tampoco es absoluta y quien la pregona como tal es intolerante y soberbio.
La Suprema Corte debe seguir tomando decisiones que deben ser inatacables y definitivas y, por lo tanto, acatadas por el poder político, ya que es la única garantía para las personas que la voluntad de los gobernantes y legisladores tiene límite y no pueden decidir contraviniendo derechos humanos reconocidos en la Constitución. La jurisprudencia es una interpretación de la ley aplicada a un caso que se sometió a la determinación de un juez y su emisión en ningún momento, por simple lógica, puede implicar que se desconozca la Constitución o las leyes nacionales, ya que sin éstas no pudiera existir un precedente judicial obligatorio, la jurisprudencia, cuyo fin es contar con una propuesta de interpretación de las mismas que puede ser aceptada o no por el órgano que la emite, aunque sea obligatoria para las instancias inferiores.
¿Quién interpreta la Constitución? Todos los que la deben obedecer. El particular lo hace cuando cumple con el orden jurídico, la autoridad administrativa cuando revisa si el particular cumplió y el legislador cuando impone obligaciones de índole general. Esa es una teoría democrática del derecho y en esta no corresponde al gobierno, por muy mayoritario que sea, determinar el contenido de la Constitución y cuando lo intente argumentado en que el presidente o un gobernador es la expresión del Pueblo debe existir un juez que ampare y proteja a las personas de la arbitrariedad. Cualquier “exceso” en la protección de los derechos es mejor a un poder sin límites.
La Suprema Corte cuando deroga o abroga leyes que considera inconstitucionales se convierte en un verdadero Tribunal Constitucional que hace prevalecer un sentido de la Constitución, que es distinto al que sostuvo el legislador cuando emitió la norma que se declaró invalida por la mayoría calificada de los ministros, y esta función es una garantía de libertad, democracia y respeto a los derechos humanos, no un atentado contra el orden jurídico.
Lo que no debe existir son interpretaciones únicas de la Constitución y pretenderlo es un afán autoritario. La mayoría política no es garantía de interpretación correcta de la Constitución. Tampoco lo es considerarse voceros de Pueblo por una extracción humilde o su formación en escuelas públicas. Se traiciona a la función de defensor de la Constitución cuando no se reconoce la pluralidad de interpretación de la misma. Hago votos porque la Ministra Lenia Batres sea mejor sentenciando que discurseando.
*Investigador del Instituto Mexicano de Estudios Estratégicos de Seguridad y Defensa Nacionales