El Cristalazo
Rafael Cardona
A lo largo de estos años el Señor Presidente –a quien el altísimo, el todopoderoso dueño verdadero del cielo y de la tierra nos conserve muchos años–, nos ha dado pistas, sólo detalles insuficientes, en torno de sus preferencias como lector.
Habla mucho del anecdotario de la historia, lo cual no equivale a saber de historia, sino de casos personales de personajes de su preferencia. Eso nos hace suponer, no afirmar ni mucho menos, una orientación y por tanto una exclusión.
Si le interesa la historia, poco le vale la literatura y si abomina de la sangrienta conquista, menos le deben importar los grandes poetas del Siglo de Oro español. Por eso me atrevo a suponerlo ignorante de este hermoso soneto de don Francisco de Quevedo, una de las cimas de las letras en el idioma común.
Quevedo, quien había servido al Duque de Osuna corre mala suerte política y es desterrado y confinado a vivir en la Torre de Juan de Abad, Ciudad Real, cuyo señorío su madre había comprado para él.
Ahí escribió el soneto de referencia. Una maravilla cuya naturaleza de reflexión, lectura y lejanía ahora parece imitar (quizá sin saberlo), el adalid de la Cuarta Transformación, cuyo segundo piso ya se nos promete para dar después paso al tercero, por obra de algún otro imitador o imitadora; seguidor o seguidora, como se quiera.
Pero primero leamos a Quevedo. Vale más la pena:
“Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.
“Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.
“Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años, vengadora,
libra, ¡oh gran don Josef!, docta la imprenta.
“En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta
que en la lección y estudios nos mejora”.
Y en esto pensaba al leer estas confidencias públicas de quien carece de bodega pectoral. Es decir, nuestro bien amado líder, guía y sol rojo de nuestros corazones:
«Mi rutina va a ser –cuando marche al retiro político en la casa de la Chingada–, levantarme temprano, como siempre, y caminar una hora, cinco kilómetros, espero que para entonces siga yo con ese ritmo, y luego al baño, desayuno, una o dos vueltecitas más, pero ya más cortas, y a sentarme dos horas, dos horas y media…
«… Me levanto de la mesa de trabajo, camino, doy dos, tres vueltas, también no muy largas, me tomo un café, me tomo un pozol, dependiendo, me vuelvo a sentar hasta la una, una y media, que es la hora ya de la comida; caminar y luego de nuevo a sentarme a trabajar ocho horas, pero escribiendo, y acostarme temprano para levantarme también temprano, y así…»
Pero también habrá lugar para la lectura, eso descrito por Quevedo como la conversación ocular con los difuntos. Con pocos, pero doctos libros juntos.
“…No se va a poder, no se va a poder el béisbol porque hay que salir, hay que salir. Y sólo la visita a la familia acá. Cuando no esté Beatriz allá y esté acá por su trabajo, voy a venir a verla. Y esa va a ser la vida…
“…Voy a procurar no salir porque me voy a llevar una bibliografía amplia, también para no andar en bibliotecas, ni en hemerotecas, ni en librerías. En estos tiempos estoy ya reuniendo los textos que necesito para mi investigación, que me va a llevar tres, cuatro años.»
Tres o cuatro años de caminar entre la ceiba y el platanar; el charco y la poza, cuando la lluvia lo permita. Pensar y escribir. Escribano y tlacuilo.
Dormitar, comer con la frugalidad de los años, sin desafiar a la dispepsia, reflexionar en las caminatas, mirar el espejo del ayer, tirar la siesta. Gozar la solitaria hamaca (supongo también) y pensar durante cuatro años para dejarle a las nuevas generaciones la enciclopedia crítica y razonada del conservadurismo, la historia del pensamiento reaccionario, pues de eso –nos ha dicho en otras confidencias– trata su “opus magno”, tan postergada, porque si bien en los próximos días habrá otro libro de los muchos de su autoría, seguramente será otro de los folletones propagandísticos de su pensamiento político.
Pero la otra obra, la futura, elaborada con la calma y la tranquilidad de la conciencia sosegada y la garantía de un sitio en la pared honorífica de la historia patria, eso es otra cosa. No será un tratado de historia, será un legado, un pliego mortuorio. Una herencia para la patria, como los Sentimientos de la Nación, por ejemplo.
Sin embargo, la inclinación por la vida muelle, sin horarios ni corbatas, sin protocolo ni gringos jodiendo en el Palacio Nacional, es algo para lo cual se deben tener ciertas aptitudes o inclinaciones, al menos.
Y nuestro querido estadista tiene todo menos un temperamento sosegado.
Es su nervio caliente de tropical taimado, una fortuna y una condena. No le va la pasividad. Lo suyo es andar y agitar, acudir de villa en barrio; de caserío en ranchería, llevando la luz de su Evangelio. Así corrió y recorrió el país varias veces durante sus interminables campañas y lo ha seguido haciendo desde la menguante presidencia cuyo fin él mismo aguarda y prepara.
Pero si la patria tuviera una deriva al margen de sus enseñanzas, si la Cuarta Transformación fuera traicionada, si los principios se convirtieran en humo de vanidades políticas, si la historia girara hacia la derecha, ¿se mantendría incólume e indiferente? ¿Callaría como una momia, sólo atento al ruido del relámpago verde de los loros? Imposible.
Se alzaría furibundo –Bolívar en Nueva Granada; Morelos en Cuautla–, para denunciar la injusticia, el vuelco repugnante, la traición; convocaría a una revocación del mandato presidencial, y emprendería –con achaques y todo–, un nuevo Éxodo por la Democracia, su última cruzada, sin importar las consecuencias, aunque el libro se quede en pausa o se lo lleve el diablo.
Libros hay muchos, patria, sólo hay una.
Así pues, sólo queda decirles a quienes favorecen con su lectura esta columna, felicidades y buen año.