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Francisco Báez Rodríguez

Una de las características del pensamiento intolerante es atribuir siempre intenciones malvadas a quienes disienten. Es, por lo tanto, suponer que hay una sola verdad, y es la que se sostiene. Los demás, o viven en la mentira o, peor aún, se sirven de la mentira para cumplir sus intenciones inconfesables. No hay espacio para escuchar razones o argumentos: la mente se cierra a cualquier otra posibilidad. Quien opina diferente ha de ser estigmatizado.

El presidente López Obrador ha dicho que quienes marchen el próximo domingo en contra de su propuesta de reforma electoral y en defensa del INE, son “clasistas, racistas, hipócritas”, que están a favor de quienes avalan fraudes electorales y en contra del pueblo. En otras palabras, tienen intenciones malvadas.

El uso de las palabras no es casual, como no suele serlo en las peroratas presidenciales. Al llamar a los disidentes “clasistas y racistas” los está contraponiendo con las mayorías, a las que -por definición presidencial- desprecian por cuestión económica o racial. Al llamarlos “hipócritas”, los está calificando de mentirosos, de decir una cosa y hacer otra. Al decir que están a favor de los fraudes, niega la razón misma de la convocatoria, que es precisamente impedir que el control de las elecciones esté centralizado y definido por el gobierno. Al afirmar que están en contra del pueblo, hace un doble juego: por una parte, expulsa de la definición de “pueblo” a quienes rechazan la reforma y, por la otra, se asimila él como representante del pueblo, presunto beneficiado de la reforma.

Hay que decir que López Obrador es congruente consigo mismo. Cuando la marcha en contra de la inseguridad en la Ciudad de México calificó a los manifestantes de “pirrurris”. Eran, en su visión -que pronto caricaturizaron todavía más sus corifeos- sólo los miembros de la elite, los burgueses, quienes criticaban la criminalidad en la capital.

Esto es parte de un discurso constante, que nunca se dirige a los ciudadanos en general, sino solamente a una parte, que debe confrontarse con la otra para autodefinirse. “Nosotros estamos llevando una política a favor del pueblo”, dice, pero en todo momento hace una distinción excluyente: no es pueblo quien no está de acuerdo con esa política. Si opina que los militares no deben tener tantas áreas de control, es que está contra el pueblo uniformado. Si considera que hay un gasto injustificado en proyectos insignia del Presidente, es porque está en contra de que el pueblo tenga soberanía. Y así sucesivamente.

Detrás de esa definición hay otra, implícita: el pueblo siempre es la mayoría. Por lo tanto, si un gobierno, un caudillo o un partido son los representantes únicos del pueblo (deja de ser pueblo quien se opone a ellos), entonces son siempre la mayoría. Y deben ser siempre gobierno.

En esa lógica, ninguna de las anteriores elecciones fue democrática, pero no porque haya habido campañas vigiladas, conteo estricto de los votos y definición de los representantes populares de acuerdo con las reglas establecidas, sino porque no ganó el pueblo (es decir, su encarnación política verdadera). La elección es democrática sólo cuando gana el pueblo. “Democracia de contenido”, no “democracia formal”.

Una democracia constitucional es aquella en la que es posible el cambio de gobierno a lo largo del tiempo, no aquella en la que una vez que se generó una mayoría, ésta queda definida para siempre. Eso no quiere decir que se suprima a la oposición: simplemente se le condena a ser siempre minoría, al cabo que no son el pueblo.

¿Cómo puede lograrse eso? Dificultando al máximo la alternancia, desfigurando la democracia, manteniéndola sólo de dientes para afuera. Aquí en México tenemos una experiencia harto conocida: la de los años de gloria del PRI.

La iniciativa de López Obrador es esa desfiguración: quiere destruir lo construido en el camino en la democracia a lo largo de las últimas décadas. La autonomía del INE, y la de los institutos locales, dan garantías de imparcialidad. La elección de consejeros haría que estos dependan de los partidos para sus campañas, y la posibilidad de que resulten electos los que sean propuestos por el Presidente (es decir, por AMLO) no es para nada descartable.

Para decirlo de otra manera, López Obrador quiere mantener la mayoría por un mecanismo diferente al mecanismo democrático que siguió para obtenerla.

El proyecto de reforma electoral es sólo una parte, pero tal vez la más importante, de un proceso en el que se busca adelgazar los límites con los que se maneja el gobierno. Esos límites son precisamente lo que hace funcional a una democracia. La intención es, primero ahogar presupuestalmente y luego quitar autonomía a las organizaciones que el gobierno no controla, y acumular poder político en el camino.

Si queremos una distribución equitativa del poder, el mantenimiento de la pluralidad, oposiciones de a deveras y la posibilidad real (no sólo teórica) de alternancia política, es imperativo que fracase la iniciativa presidencial de reforma electoral.

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