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Las aporías de los partidarios de la izquierda y la izquierda radical alemana por el suministro de armas a Ucrania

(I PARTE)

Ingar Solty

En el partido La Izquierda (Die Linke) y en revistas y periódicos del espectro que va de la izquierda hasta la izquierda radical, como Analyse & Kritik, ND (Neues Deutschland) o incluso Der Freitag, una pequeña pero ruidosa minoría expresa su opinión sobre la guerra en Ucrania. En publicaciones procedentes de contextos de la izquierda radical, hoy muy abiertas a posiciones verde-liberales y a veces incluso conservadoras, como Jungle World y Taz (Tageszeitung) así como en el entorno de Bündnis 90/Die Grünen (Alianza 90/Los Verdes) estas voces no son minoritarias, sino que forman una mayoría. ¿Quién son? Los partidarios del suministro de armas a Ucrania.

No es la intención aquí discutir los pros y los contras de tales entregas de armas y los apoyos que subyacen, en su mayoría aceptados sin problemas, en la historia y el funcionamiento de la política internacional en un sistema anárquico de Estados. Tampoco se pretende tratar la cuestión de por qué los jóvenes de izquierdas o los Verdes con una identidad de izquierdas se inclinan especialmente con fuerza hacia esta posición. Baste con retener que esto tiene causas que no se explican únicamente por el dominio político y mediático de la posición favorable al suministro de armas. Es más útil entender que la guerra de Ucrania apela a convicciones básicas muy potentes de la izquierda: una posición antibelicista, el antifascismo y la solidaridad internacional con los débiles. Aquí se intentará, más bien, contribuir a la clarificación de las diferencias internas de la izquierda sondeando y poniendo de relieve las contradicciones y aporías fundamentales de los partidarios de izquierda e izquierda radical con el suministro de armas.

El derecho a la autodefensa

Su posición puede ser esbozada brevemente del siguiente modo: Rusia ha invadido Ucrania violando el derecho internacional, sin lugar a dudas. Por lo tanto, existe el derecho a la autodefensa y la reclamación de solidaridad internacional, lo que significa apoyar a «Ucrania» en su guerra de autodefensa contra la invasión rusa, no solo a través de la más amplia ayuda humanitaria a los refugiados, el asilo a los objetores de conciencia, el apoyo a los movimientos rusos contra la guerra y, posiblemente, con la persistente y fundamentada exigencia de un alto el fuego, sino verdaderamente en el sentido militar más estricto. Putin es un gran-ruso, un fascista étnico que ha negado públicamente el derecho de Ucrania a la existencia y el que, siguiendo esta ideología genocida (y no intereses económicos, geopolíticos, de seguridad, etc.), ha invadido Ucrania en una guerra de exterminio. “Como en su día hizo Hitler», dicen muchos explícitamente, otros solo lo sugieren. Hitler, sin embargo, solo pudo ser detenido por la fuerza de las armas. Lo mismo debe ocurrir ahora. Y de esto se deduce inmediatamente que hay que estar a favor de la entrega de vehículos de combate de infantería, carros de combate, posiblemente aviones de combate o incluso el despliegue de tropas de la OTAN. En definitiva, todo lo que sea necesario para echar a Rusia («los fascistas rusos») de Ucrania. Muchos piensan: Esto debe suceder porque de lo contrario el «Mal» aún saldrá ganando.

Por el contrario, quienes alertan de una espiral de escalada bélica en Ucrania, una sangrienta guerra de desgaste con cerca de 1.000 muertos diarios en ambos bandos y un sonambulismo hacia una tercera guerra mundial -como el intelectual marxista ucraniano Volodymyr Ishchenko o el activista ucraniano Yuri Sheliazhenko, o como los más de 700.000 firmantes del «Manifiesto por la paz» de Sahra Wagenknecht y Alice Schwarzer – y se expresan críticamente contra el suministro de armas y en su lugar piden esfuerzos diplomáticos para una solución de paz mediada internacionalmente, son acusados de sucumbir a la propaganda de miedo de Putin, los que quieren dejar a «Ucrania» a su suerte y obligarla a capitular. Son los que representan una «política de apaciguamiento», como en su día hicieron Neville Chamberlain y compañía con el Acuerdo de Munich de 1938, animando simplemente a Putin a continuar, a invadir quizás los Estados bálticos (aunque, a diferencia de Ucrania, hace tiempo que forman parte de la OTAN), igual que Hitler invadió entonces Polonia en 1939, y así sucesivamente. De ahí a las acusaciones de «lumpenpacifistas» y «juramentados de la paz» ([dicho por el publicista y columnista de Der Spiegel] Sascha Lobo), «pacifistas sumisos sin conciencia» ([dicho por el politólogo] Herfried Münkler), o «quinta columna de Vladimir Putin» ([dicho por el político del FDP] Alexander, Conde de Lambsdorff), no hay mucho trecho. [NdR]

Detrás de las comparaciones a histórico-esquemáticas, caracterizadas por la ignorancia tanto de la historia como del presente, se esconde un revisionismo histórico hasta ahora temido con razón por estos mismos izquierdistas y radicales de izquierda, que relativiza la guerra de exterminio alemana en el Este y el Holocausto, y que posiblemente cambiará de forma irreversible la República Federal y su política de la historia durante las próximas décadas. Este es un aspecto esencial, pero en absoluto el más destacable, del que casi no se oye hablar a esas voces de izquierdas que en su día vigilaron con cien ojos la «singularidad» de la «guerra de exterminio» alemana y la «ruptura de la civilización de Auschwitz». Ni del hecho de que esta posición con la exigencia de la defensa militar de Ucrania, presentada con una gran convicción, esté ni en el más raro de los casos pensada desde su extremo y reflexionada sobre el trasfondo de la situación estratégica concreta, que hace altamente improbable una victoria militar o un colapso de todo el ejército ruso sin el despliegue directo de tropas de la OTAN. E igual de escaso es el hecho de que con esta actitud no se suelen nombrar los dilemas de la propia posición y las posibles consecuencias imprevistas de las «propias» acciones como tampoco se consideran y sopesan los riesgos reales, en última instancia inevitablemente incalculables, de las propias consideraciones: es decir, el uso de armas nucleares termobáricas, químicas y tácticas rusas en Ucrania, una tercera guerra mundial de origen nuclear más allá de las fronteras de Ucrania.

La miseria de la crítica del Estado

Lo que es particularmente chocante, más bien, es que los que todavía estaban activos o socializados en círculos de lectura antes del 24 de febrero de 2022, donde leían a Karl Marx, Nicos Poulantzas y Ellen Wood, Frank Deppe, Alex Demirovic y Joachim Hirsch, y reflexionaban sobre cuestiones de teoría del Estado, escribían artículos, a veces libros enteros sobre ello; aquellos que fueron siempre anarquistas estrictos o gramscianos que apostaban por movimientos políticos radicales antes del 24 de febrero de 2022; los que advertían contra cualquier participación de izquierdas en el gobierno como una forma de venderse, o ni siquiera acudían a las urnas ellos mismos porque «si las elecciones cambiaran algo, estarían prohibidas», son la misma gente que descubre ahora de repente el Estado burgués-capitalista como vehículo para su política, especialmente tal y como es y está siendo gobernado actualmente. No menos chocante es que precisamente los envejecidos anti-alemanes que a principios de los 90 combatieron a los viejos movimientos de liberación nacional y a los que se relacionaban con el viejo antiimperialismo, argumentando que sus «guerras populares» eran brutales y nacionalistas y desdibujaban el antagonismo de clase, son los que hoy, tras años de repliegue a la vida privada, se muestran especialmente apasionados por la «guerra popular» de los ucranianos, porque una vez más hay que volver a dar caza a los viejos fantasmas: el movimiento pacifista y el antiimperialismo de miras estrechas.

Se podría suponer que quienes argumentan de esta manera, como se ha esbozado al principio, organizarían la solidaridad internacional de una manera muy práctica en la sociedad civil con el trasfondo de sus puntos de referencia políticos y teóricos específicos. Que ellos, siguiendo el ejemplo histórico de las Brigadas Internacionales en la guerra civil española o del actual Batallón Internacional de la Libertad para la defensa de las regiones autónomas kurdas, acudirían a las trincheras frente a Bachmut como voluntarios internacionales. O, como mínimo, utilizarían su alcance periodístico para llamar a la participación en los combates que allí se libran, los cuales ha descrito el jefe del Estado Mayor estadounidense, Mark A. Milley, el militar de más alto rango en Estados Unidos, como «una gran batalla de desgaste con un número de bajas muy elevado, especialmente en el bando ruso». Sin embargo, en lugar de ello, los radicales de izquierda exigen hoy al Estado, al que antes consideraban capitalista e imperialista y sobre el que tienen una influencia nula, la entrega de vehículos y blindados «Gepard», «Marder», «Leopard 2» o aviones de combate y, quién sabe, incluso el despliegue de tropas de la OTAN, porque ellos mismos no presentan alternativas propias, porque callan ante el discurso imperante, o como mínimo lo dan por bueno, o incluso trasladan su activismo a atacar las voces críticas dentro de la izquierda en línea con los Lobos, Münklers y Graf Lambsdorffs de este mundo.

Ahora bien, Ucrania no es la República española, ni tampoco Rojava. No se trata de una revolución anarco-comunista que quiere defenderse del fascismo, ni de un proyecto de nuevo modelo democrático que es atacado desde fuera, sino de un Estado completamente dependiente de Occidente militar y financieramente, apenas menos autoritario y oligarca-capitalista que su vecino Rusia, en el que los partidos socialistas de oposición y los símbolos comunistas fueron prohibidos por «prorrusos» ya antes de que comenzara la guerra, y en el que, tras la prohibición de la gran «Plataforma de Oposición – ¡Por la Vida!» y otros diez partidos, el partido del oligarca y expresidente Petro Poroshenko es la única oposición al gobierno que queda. Se trata de un Estado en el que se declaró el estado de excepción incluso antes de que empezara la guerra, se suspendieron los derechos civiles fundamentales, se reclutó en las calles a personas de 18 a 60 años aptos para el combate y se detuvo en la frontera a más de diez mil objetores de conciencia para enviarlos a la guerra; un Estado en el que una ley antisindical (de 17 de agosto de 2022) obliga a los trabajadores, con una tasa de desempleo del 24,5%, a negociar individualmente sus salarios con sus jefes, por lo que los primeros han caído un 27% en 2022, mientras que el gobierno está «negociando» actualmente un programa de ajuste estructural con el Fondo Monetario Internacional que obligará a Ucrania a gigantescas privatizaciones de grandes empresas estatales, importantes recortes sociales y medidas de liberalización y desregulación. Ucrania, según declaró a finales del año pasado la ministra ucraniana de Economía, Yulia Sviridenko, se está convirtiendo en una «economía abierta» (Open Economy) mientras que Olexander Pisaruk, director general del Raiffeisen Bank Ukraine y antiguo hombre del FMI, se regocijaba: «Espero que ésta sea la tercera oportunidad de Ucrania. La primera fue la Revolución Naranja en 2004, que desgraciadamente fue una oportunidad perdida del Raiffeisen Bank. Maidan (2014) no se perdió del todo, ¡pero nunca hemos tenido una reforma de esta envergadura en Ucrania!».

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