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Cinco años después, ¿qué pasa con el #Metoo?

SEGUNDA Y ULTIMA PARTE

Julie Wark

Tarana Burke está en el extremo receptor del lado perverso y defensivo del racismo en el que la reacción viene incluso de cerca. “Cada vez que ocurre algo con Bill Cosby en los medios de comunicación, recibo más amenazas de muerte, amenazas exacerbadas de gente de nuestra comunidad… Como si hubiéramos elaborado algún tipo de conspiración contra Bill Cosby…”. El hecho de que Cosby drogara y violara a las mujeres no era la cuestión. Las mujeres blancas estaban acabando con un hombre negro, y Burke era cómplice. La respuesta instintiva de cierre de filas pone de manifiesto otro aspecto del triste y enrevesado embrollo de proteger algunos derechos de un grupo cuando se violan sistemáticamente otros derechos del mismo grupo. ¿Qué filas se cerrarán y contra quién? ¿A quién se le cancelará?

Gracias al #MeToo, los abusos sexuales se convirtieron en algo. Millones de personas tuitearon sobre ello, pero esto no es necesariamente bueno, aunque deje al descubierto una sociedad ávida de detalles de encuentros sórdidos, de humillación de las víctimas y también de humillación (generalmente temporal) de los agresores. Contenido pegajoso, lo llaman. Pero lo pegajoso es a flor de piel. Al final, las denunciantes del #MeToo se están exponiendo, en muchos casos para los escabrosos placeres de una cultura que no se preocupa por su seguridad ni dignidad. La difusión de la pegajosidad ha convertido el concepto #MeToo en algo amorfo, por lo que es más fácil trivializarlo, despacharlo o condenarlo con débiles elogios, como hizo la republicana Susan Collins en un discurso en el Senado en el que declaró que “debemos escuchar a las supervivientes”, y luego lo elogió con débiles elogios cuando dio su voto decisivo a confirmar como juez del Tribunal Supremo a Brett Kavanaugh, un hombre acusado por varias mujeres de conducta sexual inapropiada.

Pocas semanas después de que se lanzara el #MeToo, los críticos más ruidosos empezaron a decir que denunciar a los hombres había ido demasiado lejos, que las mujeres estaban confundiendo el coqueteo torpe con el acoso, que la reputación de los hombres no estaba a salvo. En octubre de 2018, el 57% de los adultos estadounidenses, el 58% de los republicanos y el 54% de los demócratas, dijeron que el #MeToo les preocupaba por igual que las mujeres fueran acosadas y que los hombres se enfrentaran a falsas acusaciones. Pero, independientemente de las falsas impresiones que la gente está entrenada para creer, no hace desaparecer el incómodo hecho de que algunos hombres realmente son acusados falsamente por autodenominadas feministas que saben que subirán el apoyo si se suben a la ola del #MeToo. Los expertos estiman que entre el 2 y el 7% de las denuncias por agresión sexual son falsas y algunas son contra un desconocido inventado. Las cifras pueden ser pequeñas, pero los resultados para estas también víctimas pueden ser devastadores.

Entonces, ¿qué ha conseguido el #MeToo? Puede que haya avances, pero la pregunta es dónde y para quién. En Hollywood, la industria cinematográfica ha despedido o amonestado a algunos infractores, se han introducido cursos de formación, el sindicato de actores está trabajando en una nueva legislación para proteger a los actores, se han introducido “directores de intimidad” para salvaguardar los derechos de los actores que aparecen desnudos o en escenas de sexo, y la organización #TimesUp, con sede en Hollywood, ha dado ayuda legal a más de 3.500 hombres y mujeres con reclamaciones por acoso, en su mayoría trabajadores con salarios bajos. Sin embargo, las mujeres sólo ocupan el 27% de los puestos creativos y ejecutivos en la televisión, una cifra que en realidad es inferior a la de los tiempos anteriores al #MeToo. Puede que se haya aplicado algo de maquillaje, pero las estructuras básicas de poder y sus expresiones creativas siguen siendo las mismas. Sean cuales sean los cambios que se hagan para favorecer a las mujeres privilegiadas, las hermanas menos favorecidas no verán ninguna mejora. Para ellas, todo sigue igual y los reformados programas de televisión de Hollywood, dirigidos por hombres y principalmente sobre hombres, lo siguen proclamando.

Algunas mujeres denuncian, pero que sean escuchadas o no es otra cosa, como se sintetiza en otra tendencia de hashtags, #WhyIDidn’tReportIt, que responde al menos en parte al calvario vivido por Christine Blasey Ford a manos del juez Brett Kavanagh. Las cifras de Inglaterra y Gales dan una pista de por qué las mujeres guardan silencio. A menudo no se les cree y menos de un tercio de los hombres procesados por violación son condenados. Se denuncian pocos casos de agresión sexual, se detiene a pocos agresores y pocos llegan a juicio, por lo que muchos quedan en libertad. Si son condenados, un juez comprensivo puede imponer una sentencia leve por “20 minutos de acción”, como en el caso de Brock Turner, o los jurados se muestran reacios a estigmatizar a los jóvenes que inician su vida adulta. Al fin y al cabo, podrían acabar siendo jueces del Tribunal Supremo. Hay un sistema judicial penal, pero no es un sistema de justicia penal.

Los hombres, por supuesto, subestiman enormemente los niveles de acoso sexual. En una encuesta realizada tras el #MeToo en doce países europeos y en Estados Unidos, tanto los hombres como las mujeres mostraron un escaso conocimiento del problema, pero, en general, los hombres eran mucho más ignorantes que las mujeres. Los hombres daneses, holandeses y franceses fueron los más propensos a negar la realidad cuando se les preguntó qué proporción de mujeres había experimentado alguna forma de acoso sexual. Así, si el 80% de las mujeres danesas había sufrido algún tipo de acoso sexual desde los 15 años, los hombres juzgaban que la cifra era del 31%. En Holanda, la diferencia era del 73% frente al 38%; en Francia, del 75% frente al 41%; y en Estados Unidos, del 81% frente al 44% (justo después de que Christine Blasey Ford testificara contra Brett Kavanaugh).

Tarana Burke señaló que, si los medios de comunicación social dieran la noticia de que, en un solo día, doce millones de personas han contraído una enfermedad contagiosa, habría un gran revuelo. Sin embargo, la enfermedad de la violencia sexual, un síntoma del malestar social general, siempre se pasa por alto. Burke hace una distinción necesaria entre la violencia sexual en sí misma y la respuesta a ella: “La violencia sexual no conoce la raza, el color, el género o la clase social. Pero la respuesta a la violencia sexual sí… [y] las voces más marginadas siempre quedan eclipsadas”. Y ésta es sólo una de las formas en que el auténtico movimiento de base por los derechos humanos muestra que el #MeToo es una serie fragmentada de mini escándalos y muchos propósitos. Al ignorar el abuso sistémico, #MeToo en realidad apuntala el patriarcado neoliberal generalmente violento.

La violencia sexual es una cuestión de derechos humanos en la que aproximadamente la mitad de la población mundial se encuentra –en formas grandes y pequeñas, desde el asesinato y la violación hasta la discriminación en el lugar de trabajo y la denigración de los comentarios lascivos en la calle– subyugada y maltratada por la otra mitad. Me Too trata de abordar esto, y #MeToo, centrándose en los individuos y azuzando el pánico moral selectivo, no lo hace. El #MeToo es el producto de una cultura occidental narcisista, en un contexto general de un futuro desesperadamente incierto en el que el empleo y la seguridad financiera (por no hablar del propio planeta y todas sus especies) están en peligro, donde la ley y la policía se centran cada vez más en la vigilancia y la brutalidad con un claro sesgo racial, cultural y religioso, una situación de extrema desigualdad y una política peligrosamente volátil, todo ello narrado por unos medios de comunicación controlados por los multimillonarios con escasa o ninguna consideración por la verdad. Los poderosos se aferrarán a sus privilegios a casi cualquier precio para todo los demás. Y a pesar de los avances del #MeToo para que las mujeres puedan hablar, no habrá justicia mientras los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, además del cuarto poder, jueguen a la política como si fuera un scrum [melé o acumulación de personas] de alto riesgo.

Cuando un determinado tipo de mujer maltratada perteneciente a una minoría acomodada y con medios para alzar la voz denuncia el acoso sexual, se entiende como una forma de empoderamiento que hace justicia. Pero, si algunas mujeres obtienen “justicia” (léase venganza) y la mayoría no, no hay justicia y, de hecho, hay más injusticia. La exposición de #MeToo sobre la mala conducta de los hombres en la política, los medios de comunicación y las artes es tan limitada y centrada en las celebridades que distrae de los problemas mucho más grandes que fomentan la violencia sexual, empezando por el hecho de que unos pocos hombres (sí, hombres) controlan más riqueza combinada que los cuatro mil millones de personas más pobres del mundo. Esta concentración de riqueza se filtra en todas las relaciones políticas y sociales, por lo que es poco probable que este sistema deje espacio para un dulce oasis de relaciones sexuales alegres para todas las personas y todos los géneros.

Actuar contra la violencia sexual requiere un cuidadoso encuadre del problema (plantear las preguntas básicas de qué, dónde, quién, cómo, por qué, cuándo), y abordar todos los mecanismos e instituciones injustas. Como cuestión de derechos humanos, significa incluir a todos los seres humanos, especialmente a los más vulnerables. Significa abrazar la capacidad humana de crianza y amor. Significa una revisión completa de una sociedad rota que no sabe lo que es la verdad. De lo contrario, los poderosos seguirán abusando de los débiles, especialmente en uno de los niveles más básicos y emocionales de la existencia humana destruyendo vidas en una autocracia sexual despiadada.

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