• Spotify
  • Mapa Covid19

Roy Gómez

Sería bueno que desde el principio del Adviento nos dejáramos contagiar por la alegría y el sentido del cambio que nos trae este tiempo litúrgico, preparación para la Navidad. Puede parecer muy obvio lo que digo, pero lo cierto es que, en estos tiempos difíciles, podemos estar con el ánimo cerrado por todo lo malo que nos rodea y por lo desconocido que queda por llegar. Seguimos viviendo en un tiempo de crisis económica larga y grave, pero también es cierto que la dificultad en sí nos trae la idea clara de que se aproxima un cambio. La sociedad parece que quiere rectificar los errores que hace solo ocho o nueve años han cambiado el mundo. Nos preocupa la crisis y es razonable. Mucha gente que conocemos ha perdido su trabajo y algunos, incluso, han pasado de la opulencia a la pobreza en poco menos de un par de años.

El Adviento pide cambio, el Adviento provoca la meditación sobre los tiempos pasados y la búsqueda de mejores formas de vivir. Y todo ello rodeado de alegría, no se tristeza, ni de temor. Y, una vez más, quiero invocar nuestra solidaridad en unos tiempos muy difíciles. Hemos de ser agentes de alegría espiritual y material para tantos hermanos nuestros que nada tienen y que no esperan una Navidad feliz.

Los relatos evangélicos nos narran con gran exactitud la conmoción que debió acontecer con el inicio de la presencia de Juan en caminos y plazas. Está claro que tenía una personalidad muy fuerte, que contagiaba a todos, su inquietud y que, desde luego, lo hacía con gran fuerza. Su forma de vestir, su forma de vivir, austeridad total en contraste con una sociedad judía de entonces muy contagiada con el “buen vivir” que importaban los romanos y, sobre todo, la cultura griega totalmente actual en aquellos tiempos. La austeridad de pueblo peregrino por el desierto se había perdido. Surgía, entonces, este hombre del desierto, y se presentaba como alguien que daba de lado a una sociedad que no “casaba” con el auténtico espíritu de los padres espirituales del pueblo judío. Y, además, su singularidad estribaba en que no se anunciaba a sí mismo. Era heraldo de un personaje desconocido, que estaba por venir, y que él ni siquiera conocía. Eso, sin duda, le daba mayor credibilidad, porque, en esos tiempos de una clara agitación mesiánica abundaban charlatanes y falsos profetas que, sobre todo, buscaban fama o dinero.

El Evangelio es breve y contenido. Da, además, una serie de precisiones históricas sobre el momento en que aparece Juan. El evangelista desea ser notario de esa presencia para los de su época y para las generaciones venideras. Nos ha dicho, asimismo, que Juan predicaba un bautismo de conversión y que empleaba las palabras del profeta Isaías para identificar su misión. “Una voz grita en el desierto…”. A nosotros, esas palabras, nos invitan a un camino de conversión, de cambio. Como decía antes, vemos que algo ha terminado y algo nuevo está por llegar y que hemos de estar preparados, con la mente abierta y el corazón dispuesto. El profeta Baruc, en la primera lectura, muestra la vuelta de los desterrados a Jerusalén, narra la misericordia de Dios con su pueblo oprimido y, además, la fuerza de Dios ayudará a mejorar los caminos, a preparar la ciudad a inundar de alegría todo el orbe después de unos tiempos malos. Desde luego, la profecía de Baruc nos ayuda a mejorar nuestra percepción del Adviento. Al final del mismo, con los caminos del cuerpo y del alma, mejorados asistiremos gozosos a la llegada del Niño Dios a nuestra vida y a nuestras ciudades.

¿Pero sabremos abrir las puertas de nuestras murallas personales y comunitarias a la alegría que nos ofrece Dios? Lo primero que hay que hacer es creerlo. Es decir, el Adviento no es, para nada, un tiempo de preparación para celebrar unas efemérides, un importante hecho histórico. Algo así como los trabajos previos de este verano, para celebrar el vigésimo aniversario de la caída del Muro de Berlín, o los doscientos años de la independencia de los países iberoamericanos. No, claro que no. Si verdaderamente no tenemos la esperanza de que el nacimiento del Niño Dios nos vaya a cambiar, lo convertiremos en eso, en una conmemoración política. Hemos de resucitar la alegría infantil de nuestras primeras navidades conscientes, hemos de hermanarnos con el Niño del Pesebre, tal como hacíamos cuando éramos pequeños, pues, además de contagiarnos de la alegría exterior de luces, adornos, regalos y del mayor cariño que se respiraba –y el cariño saben verlo muy bien los niños—sentíamos una secreta identidad con ese bebé que reposaba sobre pajas es un pesebre.

San Pablo añade, en su Carta a los Filipenses, un ingrediente que no podemos ni debemos obviar. Toda Navidad será siempre promesa y camino de que el Señor Jesús vendrá por Segunda Vez. Nuestra fe nos dice que, un día, todo acabará bien. Y que como en la profecía de Baruc todo estará preparado para recibir al Cristo que, vencedor de sus enemigos y de los nuestros, traerá la paz, la alegría y el amor que no cesan, que permanecen para siempre.

Aceptemos con alegría todo lo nuevo que se nos viene encima. Reflexionemos sobre el poco valor que tienen el miedo o la desesperanza ante lo desconocido que el tiempo nuevo nos trae. Y pongamos toda nuestra confianza en Dios que, simplemente, quiere que seamos felices. Eso es el Adviento: Felicidad…Que así sea… Paz y Bien.

royducky@gmail.com

Compartir:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *