• Spotify
  • Mapa Covid19

Roy Gómez

Se me ocurre comenzar por una pregunta que me vengo haciendo estos días: ¿Realmente estoy convencido de que «viene el Señor»?  Lo cantamos repetidamente en estas semanas de Adviento: «Ven, Señor, no tardes». Y hay ya encendidas mil luces en las calles. Y andamos acelerados con las agendas y las compras. Y el Profeta del Adviento anda dando voces: «Conviértanse, porque está cerca el reino de los cielos», “preparen el camino del Señor, allanen sus senderos”».

Conviene recordar que lo que celebramos los cristianos en la Navidad no es, simplemente, que hace dos mil y pico años, nació el Señor en Belén de Judá.  No se trata de un simple recuerdo.  Es una afirmación de fe: Desde aquella noche en la cueva, en el pesebre, hay un «Dios-con-nosotros», hay un Dios que forma parte de nuestra historia, de nuestros caminos, hay un Dios que vive mi vida conmigo, con el que me puedo encontrar a solas, al que siento, con el que dialogo, y que tiene como misión ayudarme a vivir una vida con sentido, que merezca la pena, de la que me pueda sentir orgulloso, en la que consiga ser feliz.

Y cuando la Iglesia nos invita a celebrar este tiempo, nos está queriendo animar a que nos abramos, actuemos (conversión) para renovar aquella venida y nuestra acogida personal al Señor. No necesariamente «vendrá el Señor» precisamente el día 25 de diciembre. El Señor está continuamente viniendo, saliendo a nuestro encuentro, en las mil situaciones de nuestra vida, y hay que saber reconocerlo y acogerlo. No sea que nos pase como al posadero de Belén: Que le demos con la puerta en las narices porque ya no nos queda sitio.  O como a los Sacerdotes del Templo: que «lo saben», saben que viene, saben adónde, pero no se toman la más mínima molestia de salir a su encuentro. Mejor que seamos como los pastores, como los Magos de Oriente.  Mejor aún, como José y María. Sólo si tenemos la fe, la confianza, la seguridad de que «viene Dios», tendrá sentido que celebremos estas fiestas. No es nada infrecuente que nuestra vida se vuelva un poco «desierto». Como el que elige como «tribuna» al Bautista. Porque hay muchas circunstancias personales, sociales, políticas, personales que arrasan con todo.  

  1. Cuando hay desierto, hay soledad, nos quedamos solos, nos perdemos. Habrá, pues, que ponerse a trazar/preparar caminos para poder reencontrarnos con las personas y con Dios, de una manera más profunda, más satisfactoria, menos «disfrazada» y más sincera.  

2. Al encontrarnos en el desierto la vida se vuelve muy difícil.  Será necesario que hagamos algunas obras de «ingeniería» para que nuestra vida no se agote y sea fecunda, genere vida alrededor, encuentros, brotes en el viejo tronco, ilusiones, proyectos.

  • En el desierto es facilísimo perderse. Bien sabemos que en tales circunstancias no sabemos por dónde tirar, qué decidir, con quién contar, y nunca es buena idea caminar dando tumbos y gastando las pocas fuerzas inútilmente. Habrá que preguntarse cómo marcar alguna ruta, seleccionar algunos objetivos a nuestro alcance, preguntar, pensar con calma, orar.
  • En el desierto abundan los espejismos: esos «maravillosos» lugares que parece que tienen todo lo que nuestra infinita sed necesita, pero que son eso, «espejismos», engaños que nos dejarán vacíos, agotados, cabreados, sin ganas, sin esperanza. A veces los espejismos nos los ofrecen desde fuera y otras nos autoengañarnos. En estos casos la palabra más adecuada será «discernir». ¿Entonces? Juan Bautista nos ha dicho que hay que hacer cambios: «Conviértanse, den los frutos de la conversión».  Por eso es necesario encontrar un espacio y un tiempo para que cada uno vea lo que tiene que preparar, cómo tiene que prepararse para que ese desierto deje de serlo, para salir de él, para que el Señor pueda volver a pasar por nuestra vida, y quedarse en ella.

Algunas pistas sencillas, desordenadas, sólo por sugerir:

• Hacer una limpieza a fondo de nuestra casa/habitación, echando fuera tantos trastos acumulados, intentando poner orden, deshaciéndonos de lo que nos estorba y no nos deja estar a gusto con nosotros mismos.  Cambiar o suprimir hábitos, actitudes, manías, criterios, quizá personas concretas). Procurar superar enfrentamientos personales y familiares. Reconciliarse con Dios y con su Iglesia sería una ayuda estupenda.

• Preparar un Belén con cariño, con detalle, aunque sea supersencillo, pero no como «adorno», sino como lugar para meditar y orar todos los días un rato. Para dialogar con el Dios de la cuna, y con todos los personajes que lo acompañan. Y si no, al menos, pásate por alguno de los se montan en distintos lugares cercanos a tu casa y dedícate a contemplar en silencio y orar.      

• Procurar que las «comidas y cenas» en que participemos y preparemos, haya antes alguna cuidada oración que recuerde a todos lo que estamos realmente celebrando.

• Hacernos el firme propósito de leer (¿cada día?) con calma algunos pasajes de la Escritura. Mejor si son los que sugiere la Liturgia de la Iglesia, porque están cuidadosamente seleccionados para este tiempo. Nos lo ha indicado hoy San Pablo: «Todo lo que se escribió en el pasado, se escribió para enseñanza nuestra, a fin de que a través de nuestra paciencia y del consuelo que dan las Escrituras, mantengamos la esperanza». Hay libros que acompañan estos pasajes con una breve reflexión. Aunque mucho mejor si esa reflexión/oración la hacemos nosotros mismos.

• Revisar cuidadosamente nuestros gastos de estos días. No nos dejemos engañar por los espejismos o por el ambiente.  Es un contrasentido celebrar al «Dios que nació pobre entre los pobres» tirando la casa por la ventana (aunque la crisis nos forzará a hacer no pocos recortes), y atiborrándonos de cosas que, en el fondo, no necesitamos absolutamente para nada.  Y mejor todavía si destinamos un porcentaje de nuestros gastos a alguna asociación o causa a favor de los más necesitados.

• Repasar nuestras listas de direcciones y contactos y hacer una oración personalizada por cada una de esas personas que nos importan. Y reflexionar, de la mano de Dios, si es conveniente una conversación tranquila, o tener algún detalle especial, o visitarles, ¡o lo que sea!, porque tal vez los tengamos un poco descuidados.  Y no pienso sólo en esos de los que nos acordamos «sólo» por Navidad, pues no es raro que tengamos «descuidados» a los más cercanos.

• Procurar escuchar más, y hablar menos.  Estar más pendientes de los otros, y un poco menos de nosotros mismos. No permitir que la Televisión y las Redes invadan nuestros tiempos libres: Mejor dar un paseo juntos, mejor preparar la comida juntos, o lavar juntos los platos, en vez de poner el lavavajillas; mejor acudir juntos a Misa un día que no toque o cuando se pueda.  Mejor enviar alguna felicitación (aunque sea por el móvil) que no lleven esas «frases típicas», que no se nos escape un «felices fiestas», porque lo que celebramos los cristianos no son «fiestas» sino la Natividad del Señor, y cuando podamos, incluir alguna frase de la Escritura, una oración sencilla, algo que merezca la pena. Lo «nuestro» no son los gatos, los elfos, los calcetines, ni los gorritos colorados, etc.

No hace falta seguir. Cada cual elija alguna de estas u otras que le ayuden. Sólo recordar: Lo que «nos» importa de estos días es «preparar el camino AL SEÑOR».

Es el propio Señor el quien llega pidiendo que le ofrezcamos un sitio (mejor) en nuestras vidas. No pide gran cosa: Ya sabéis que aquella vez se conformó con una cueva y un pesebre.

Y será estupendo que esta Navidad sea «feliz» porque haya renacido algo/Alguien en nosotros. Que así sea…Paz y Bien.

royducky@gmail.com

Compartir:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *