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Roy Gómez

Ya lo hemos escuchado muchas veces. Ya nos sabemos que tenemos que ser sal de la tierra, luz del mundo, ciudad en lo alto de un monte y lámpara en el candelero. Esta es de esas parábolas que necesitan pocas explicaciones.

Pero hoy, mientras meditaba el texto evangélico para escribir estas palabras, el Espíritu me ha hecho fijarme en el modo que tiene Jesús de decir todas estas cosas: «SOIN».

No ha dicho «tienen que ser», ni «debe ser». No estamos ante una invitación, ni una oferta, ni una meta que debamos plantearnos en nuestra vida. Jesús sigue el mismo estilo de discurso que había comenzado -y que leímos el domingo pasado- de las bienaventuranzas: «Dichosos los que…». Tampoco allí daba instrucciones, ni mandaba nada, ni exigía… Nadie puede pretender mandarnos que seamos felices.

Pero tenemos una especie de «tendencia innata» a convertir todo lo que leemos en el Evangelio en moral, obligaciones, o peor aún… en «falsa moral». Enseguida se nos dispara el «tenemos que», el «debemos», y a la vez «qué mal, porque yo no soy así, o me falta mucho para conseguirlo».

El Señor ha dejado caer una declaración tajante de algo que va implícito en nuestra condición de discípulos: no es que «debamos ser» sal, o luz: es que somos luz y sal. ¿Qué tiene que hacer la sal para salar? Ser lo que es. ¿Qué tiene que hacer una lámpara encendida para iluminar? Ser lámpara encendida. También podemos decir: no dejar de ser lo que somos, no perder nuestra identidad, nuestro «ser». Y lo que somos no es posible ocultarlo, como tampoco se puede esconder una ciudad construida en lo alto de un monte. Por estar donde está ¡YA SE VE! Por ser lo que es ¡YA SE VE!

El discípulo -como lo describía Jesús en su Sermón de la Montaña-, ES una persona FELIZ, y su felicidad es la que da sabor a un mundo triste, da sabor a un mundo tan soso como éste, irradia luz en medio de la oscuridad. Es el que, en medio de las injusticias, dificultades, pobrezas, hambres, etc. vive de otra manera, ofrece alternativas y sale adelante… apoyado en Dios y en su comunidad de hermanos/discípulos.

Jesús nos estaba explicando la fuente, las raíces de su felicidad: Cuando uno elige la pobreza (que eso es ser «pobre de espíritu», ser pobre por opción libre) y se libera de tantas angustias que nos vienen por el empeño de tener y asegurar nuestra felicidad a base de cosas, y se atreve a compartir lo que tiene con sus hermanos ¡es feliz! Como lo era Jesús. Cuando vemos que alguien en nuestro mundo de hoy vive con esa libertad de espíritu, nos brilla como luz, nos lanza una chispa de alegría. ¿Podemos recordar la felicidad que desprendía aquella mujer austera y entregada que fue Teresa de Calcuta, o la alegría contagiosa que salía del corazón del Pobre de Asís, san Francisco? Y tantos otros.

Jesús resalta también la felicidad que viene de tener los ojos y el corazón limpio. Estamos tan acostumbrados a etiquetar a las personas, a hacer divisiones, a esconder segundas intenciones detrás de nuestros comportamientos, a apartarnos de las personas que nos resultan incómodas o «distintas». Jesús, en cambio, vio detrás de aquella Samaritana pecadora a una mujer con sed de felicidad; detrás de aquel avaricioso cobrador de impuestos llamado Zaqueo, a un hombre desconcertado, rico e infeliz; detrás de aquél rudo y cabezota pescador de Galilea la piedra sobre la que construir su Iglesia; detrás de aquel centurión pagano, una tremenda fe en Dios, mayor que la de los israelitas. También hoy, cuando alguno procura mirar limpio de prejuicios, y saca lo mejor del otro, está encendiendo luces en la vida de las personas.

Este mundo tan lleno de injusticias y tan falto de paz, se ilumina cuando alguien coge la lámpara y pone a descubierto, denuncia corrupciones, defiende al pobre, y levanta puentes que permitan el encuentro y la reconciliación entre las personas. Estas personas pacíficas son felices, y contagian bienestar y felicidad.

Y también encendemos una lámpara y damos sabor a la vida cuando escuchamos la voz del corazón que nos invita a ser misericordiosos, y nos arremangamos y echamos una mano desinteresada a quien la está necesitando… Probablemente conocéis esta anécdota de Madre Teresa de Calcuta:

«Recuerdo que cuando llegamos a Australia fuimos a visitar a las personas más pobres para ayudar a sus familias. Fuimos a una pequeña casa donde vivía un hombre. Le pregunté si me dejaba limpiarle la casa, y me dijo: «No hace falta. Está bien así». Yo le respondí que estaría mejor si me permitiera limpiarla. Así comencé a limpiar y a lavar sus ropas. Luego vi en la habitación una lámpara grande llena de polvo y porquería.

Le pregunté: – ¿Enciende esta bonita lámpara?

– ¿Para qué? Nadie en muchos años ha venido a visitarme».

– ¿Encendería la lámpara si las hermanas comenzaran a visitarle?

-Sí.

Limpié la lámpara y las hermanas comenzaron a visitarle todas las tardes. Dos años después, yo me había olvidado completamente del episodio, pero él me mandó un mensaje: «Dile a mi amiga que la luz que ha encendido en mí brilla todavía».

Así podríamos ir pasando revista al resto de las Bienaventuranzas. No son «compromisos» ni «cosas» que tenemos que hacer para ser discípulos. Es al revés: los discípulos son aquellos que han descubierto y viven todo esto, y con su estilo de vida nos demuestran que las cosas pueden ser bien distintas.

¿Y qué tenemos que hacer para dar sabor o dispersar tinieblas con nuestra luz? Ser discípulos, estar conectados con Dios, meternos en medio del mundo con lo que somos y hacemos. Aunque me temo que muchos habitantes de esa Ciudad de la Luz que es la Iglesia (sobre todo esa inmensa «central eléctrica» que son los laicos) no han descubierto su capacidad de encenderse e iluminar: son bombillas, focos, velas, lámparas, que todavía no se han «conectado» realmente a quien es la Luz del mundo, porque en cuanto lo hicieran… se volverían personas luminosas: «Tu luz romperá como la aurora si partes tu pan con el hambriento, hospedas al que no tiene techo, vistes al que va desnudo y no ignoras las heridas de los que son hombres como tú, -hermanos tuyos-. Tú mismo te sentirás feliz, porque se curarán las heridas del corazón que tanto duelen: «te brotará la carne sana». (Primera lectura).

Los discípulos de Jesús se distinguen sobre todo por eso: por la luz que dan, por el sabor que ponen en el mundo. Una luz que no es cegadora: es apenas una lámpara en medio de la oscuridad. Una sal que no puede echarse en grandes cantidades, porque lo muy salado se queda estéril, no hay quien se lo coma. Son pequeñas dosis, las justas. Es cuestión de «creer o no creer». Ser o no ser de Jesús. Lo haremos -como decía San Pablo- débiles y temblando de miedo; sin persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que nuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios». (Segunda lectura).

No hace falta añadir más. ERES LUZ, ERES SAL, ERES LÁMPARA, ERES CIUDAD EN LO ALTO. Sé consciente, alégrate por ello y no renuncies a lo que eres. Enciende lámparas, da sabor a la vida de otros con lo que eres, con lo que tienes, con lo que haces, como puedas. Es cuestión de «creer o no creer», vivir el Evangelio o no vivirlo… Luz. <paz y Bien.

royducky@gmail.com

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