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Guillermo Appendino / El Trébol, Argentina

Lui tenía una pasión: la música. Su vida iba al ritmo que elegía escuchar. Era tal el encanto y el misterio que sentía por la variación anímica que experimentaba a través de ella, que un día decidió descifrarlo, leyendo decenas de libros de composición musical, física, psicología y cualquier otro que encontrase relacionado.

Luego de largos meses comprendió que el sonido se propaga en un medio por ondas mecánicas elásticas longitudinales generando una variación de presión, provocando un movimiento en cadena, produciendo esto en el oído una sensación descrita como sonido. 

Que la música es un conjunto de sucesivos sonidos combinados y organizados, en una secuencia temporal, según los principios fundamentales de la melodía y la progresión enlazada de acordes de la armonía, dada por un flujo sonoro controlado, con orden y periodicidad del ritmo. 

Entendió también cómo la música genera una variación en los aspectos psicoanímicos de quien la escucha, debido a complejos procesos psíquicos sensoriales, generando además esas extrañas ganas de bailar. Todo tenía una lógica y, a medida que iba comprendiendo la cuestión, iba desapareciendo el aspecto “mágico” de ellas, sintiendo que aquella pasión se iba apagando gradualmente dentro suyo…

Maite, tuvo siempre una profunda admiración por las flores, más precisamente por sus colores y la selección natural de los mismos. De pequeña comenzó a realizar un muestrario de flores, en el cual pegaba las mismas sobre páginas blancas cubriéndolas con resina, llegando a contar con más de mil diferentes tipos de flores.

Una tarde, durante una feria de arte, un anciano físico óptico se detuvo a observar aquella colección que exponía Maite y le comenzó a explicar los motivos técnicos de la existencia de los colores: que el color es una percepción visual que se genera en nuestro cerebro al interpretar las señales nerviosas que envían los foto receptores de la retina del ojo, que a su vez interpretan y distinguen las distintas longitudes de onda que captan del espectro electromagnético, proveniente de los cuerpos iluminados, los cuales absorben una parte de las ondas y reflejan las restantes, siendo estas últimas las captadas por nuestros ojos e interpretadas en el cerebro como distintos colores según sus longitudes. Sin maldad, pero con precisión, el anciano concluyó: “Lindas sus flores, pero sepa, sus colores no están en ellas”. Maite quedó largos minutos con la mirada perdida. Desde aquella tarde y a medida que elaboraba la idea, sentía cómo la belleza de su álbum se iba evaporando poco a poco…

Un día, Lui y Maite se conocieron… y hablaron de sus pasiones perdidas. Ambos coincidieron que hay algo misterioso en los misterios más allá de los misterios mismos y que la conexión con ellos debe hacerse a través del sentir, de lo afectivo, de lo espiritual.

Y escribieron el más paradójico de los teoremas, de verdad no obvia pero sí demostrable, de hipótesis técnica y tesis emocional, el que establecía lo siguiente: “En todo misterio, al introducirle el razonamiento y el análisis para su comprensión, a medida que crezca el entendimiento por los mismos, disminuirá de manera proporcionalmente inversa la fascinación que se sienta por ellos”.

Debajo, escribieron una demostración práctica: “Durante un espectáculo de marionetas, realizar una pausa y mostrar a los niños los hilos de los muñecos, luego reanudar el show y observar cómo se irá disipando paulatinamente el brillo de sus miradas”.

Lui y Maite decidieron, como corolario, que a los grandes misterios como la vida, el alma, el infinito, el amor, los sueños, Dios, o cualquier otro que sea, no les buscarían jamás sus hilos.

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