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“Materia dispuesta”, de Juan Villoro

Juan Villatoro
Toallas ejemplares

Mi padre siempre usó el lado rasposo de la toalla. Si algo definía su carácter era la furia para frotar y admirar su carne enrojecida; el vapor se disolvía en el espejo, mostrando a un hombre joven (en mi primer recuerdo debe de haber tenido veintiocho años), con la toalla firmemente atada a la cintura, satisfecho de los músculos que en su particular código de valores significaban “estar vivo”. Había que mantener el cuerpo en guardia, rascarse las sienes, darse un golpe estratégico en el pecho, usar agua fría.
En la casa las toallas se planchaban hasta lograr un efecto de prensado. Al desdoblarse hacían ruido, y con ese rumor empezó mi historia general del mundo. Ignoraba casi todo, pero no que hubo una civilización con las manías paternas: Esparta.
A los seis años recibí un inútil globo terráqueo y mi índice asalchichado trató de posarse en Esparta. En vano. La nación de las molestias edificantes, donde las manzanas se comían verdes, fue derrotada por tribus confortables.

¿Y eso qué? preguntó mi padre.

No me atreví a responder “eso demuestra que se equivocaron”. Para él los rigores eran un fin en sí mismos.

Supongo que me seguí bañando porque mamá suavizaba toallas secretas para ella y para mí. Crecí del lado opuesto, algo que en la esotérica valoración de las telas familiares significaba dejarse llevar por la vida fácil, ceder a las presiones y a los gustos plácidos. Mucha miel de abeja, mucha televisión, muchos cojines en el sofá.

Ante el espejo, mi padre se adoraba con una pasión casi mística. Me cuesta trabajo encontrarle esa mirada en otras circunstancias; persigo el recuerdo de sus ojos en éxtasis y sé que corro el riesgo de inventarlo.

Las formas de la memoria me recuerdan, de manera inevitable, a una esfera de dulces en la farmacia cercana a la casa. El aparato contenía caramelos redondos, de distintos colores. Con una moneda de veinte centavos se podían obtener tres o cuatro. Me gustaba localizar una bola roja en la pecera de cristal y verla descender rumbo a la boca del aparato, oprimida por las demás. En ocasiones, el dulce avistado llegaba a la cuenca de mi mano; sin embargo, ¿podía estar seguro de que se trataba del mismo que había escogido antes? Lo único cierto es que para obtener un dulce había que sacar otros. Algo semejante sucede con los instantes perdidos; a veces no llega el momento solicitado, o llega en compañía de otros; regresa en densidad, y al final resulta imposible saber si se trata del recuerdo auténtico o de su copia, trabajada por las manías del tiempo, las presiones de los demás instantes que pugnan por salir.

Las formas de la memoria me recuerdan, de manera inevitable, a una esfera de dulces en la farmacia cercana a la casa. El aparato contenía caramelos redondos, de distintos colores. Con una moneda de veinte centavos se podían obtener tres o cuatro. Me gustaba localizar una bola roja en la pecera de cristal y verla descender rumbo a la boca del aparato, oprimida por las demás. En ocasiones, el dulce avistado llegaba a la cuenca de mi mano; sin embargo, ¿podía estar seguro de que se trataba del mismo que había escogido antes? Lo único cierto es que para obtener un dulce había que sacar otros. Algo semejante sucede con los instantes perdidos; a veces no llega el momento solicitado, o llega en compañía de otros; regresa en densidad, y al final resulta imposible saber si se trata del recuerdo auténtico o de su copia, trabajada por las manías del tiempo, las presiones de los demás instantes que pugnan por salir.

Como es de suponerse, mientras engordaba con los dulces de la farmacia no sabía que mi memoria se adiestraba en sus imposibilidades, en la azarosa contigüidad de los recuerdos.

Escojo la mirada de mi padre ante el espejo, y al girar la manivela, con los dedos pegajosos de otra hora, recibo algo que no solicité y sin embargo forma parte de ese orden.

Digo “toalla” y recupero los ojos encendidos de mi padre, pero en el lugar equivocado. El barroco desorden de ese instante no puede ser pospuesto.

Estoy en el jardín de una casa ajena. Soy un bulto que “juega” a ver hormigas. De pronto algo blando se desgaja en el pasto, un desmembramiento, un hormigueo de tierra. Alzo la vista y los columpios se mecen solos. Me vuelvo hacia la casa y sé que va a venirse abajo. Lo único que me importa es morir adentro.

Subo las escaleras, abro una puerta de golpe y lo que veo coincide penosamente con algo que ya sospechaba y en esencia quería comprobar. Es difícil acomodar el exceso visual de la escena. Hay un traje de charro en una silla, un corbatín tricolor se extiende sobre un tapete de peluche, junto a unas sandalias cherokees; el aire huele a cuero crudo, a vagas monturas. Las nalgas de mi padre son perfectas, redondas, rojizas. Con furia, con minuciosa exactitud, se hunde en la adorable Rita, a 6.3 en la escala de Mercalli. Sus ojos tienen un brillo acerado, ciego.

No advirtieron mi presencia, ni se enteraron del temblor. Cerré la puerta con cuidado. En el barandal de las escaleras descubrí el rastro de pulpa de tamarindo que dejé al subir.

La escena se me impone al barajar los años como la dura impronta de la que todo deriva. Sin embargo, fueron necesarias muchas cosas para llegar allí. Un enredo de suplantaciones, silencios, valores entendidos, me llevó a contemplar la intimidad ajena (la mayor cercanía no fue visual; más que los cuerpos, me asombraron sus impensables ruidos). En ese umbral, sin saber por qué, me sentí en total desventaja: gordo, sucio, incapaz de dejar de comer el hule con que forraba mis cuadernos, carne para las hormigas.

Pero tampoco quiero exagerar la fuerza del momento; aquella imagen no daba para un trauma profundo. ¿Entonces por qué me sentí tan mal? En principio porque el hombre que jadeaba era mi padre, pero más seguramente porque ciertas combinaciones exceden la mirada. Vi las plantas callosas de los pies, los dedos torcidos en la almohada, una flor de papel lila en el buró, los aditamentos de la mala hora. Eran pocos pero todos sobraban.

Hasta ese día nada me parecía mejor que acompañar a mi padre. Dos veces por semana íbamos al “cine”. Mamá detestaba las películas; le tenían sin cuidado los naufragios y los tigres de Bengala que los productores pudieran llevar a la pantalla, se desprendió de la pasión de la época como de un desierto incultivable. Por entonces Estados Unidos acababa de devolvernos un pedazo de país: El Chamizal, una franja seca, que a pesar de los discursos no valía gran cosa. Mamá nos legaba algo semejante, con el fastidio de quien concede poco: la vida exterior que llamábamos “cine”.

Su reino tiránico era la cocina y el refrigerador su Tabla de la Ley. La puerta blanca siempre tenía algún mandamiento bajo una fruta imantada. Por ejemplo: LA PUNTUALIDAD ES LA CORTESÍA DEL REY.

Aunque mamá quería educarnos con sus mensajes, la verdadera pedagogía estaba dentro del refrigerador: recipientes envueltos en celofanes, papeles encerados, aluminios de diversos grosores. Alzar una tapa equivalía a profanar su disciplinado edén.

Me asombra que en ese clima yo comiera tantas grasas. Guardo una borrosa memoria de las mantequillas y los licuados, pero siempre estuve gordo, siempre fui el último en las carreras y el más visible en los escondites.

Como toda cabeza de seis años la mía era demasiado grande para el cuerpo. Pero además tenía una costra de goma. Bajo aquella coraza que en verano atraía a las abejas, supuestamente había un cerebro lleno de episodios cinematográficos. Sin embargo, mi mente estaba en blanco. Jamás íbamos al cine.

–¿Cómo estuvo la película? –preguntaba mamá, por decir algo.

Yo inventaba una historia y ella picaba cebolla al primer muerto. Mi padre me acariciaba la nuca, en un gesto adicional de complicidad.

Pocas cosas se comparaban a la recompensa de sus dedos fuertes en mi pelo engomado. Con los años empecé a asociar el gesto con el del cazador que reconforta a su lebrel. De cualquier forma, mentir en forma convincente aún me trae esa delicia elemental, los dedos de mi padre, la confirmación de que somos aliados.

Nunca llevó a mi hermano Carlos en sus correrías porque temía que lo delatara. Carlos tiene un carácter impositivo, muy parecido al de mi padre; hasta la fecha, cree que se debilita al cumplir una voluntad ajena.

Aunque Rita fue la mejor, todas las amantes de mi padre hicieron conmigo su mejor esfuerzo. A saber qué extraña y convincente historia contaba él para incluirme en la relación. Yo era su pretexto para salir de casa pero ellas me besaban como si supieran algo más. Si íbamos a sus casas me preparaban sándwiches extradulces y si íbamos a un motel me dejaban en el coche con una batería de juegos de mesa.
En esos años estaban de moda las pelucas: mi padre tuvo una larga sucesión de rubias y pelirrojas que pudieron ser una misma castaña. Antes de Rita no amó a ninguna, o se amó de un modo parejo en todas ellas.

Mi amigo Pancho, con el que solía compartir muchas horas de suave olor a podredumbre en los lotes baldíos de la colonia, me dijo un aforismo improbable para sus siete u ocho años: “lo que te gusta te da nervios”. Lo escuché con la aguda y agria sensación de entender un misterio.

Mi padre tocaba sin nerviosismo a sus mujeres; en cambio, yo veía con pánico a Verónica; en la clasificación de Pancho, yo estaba más cerca de los agravios del amor.

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