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El país de los muertos e indefensos

Editorial

 

El país de los muertos e indefensos

Es inadmisible que México siga siendo el país en el que las bandas criminales puedan más que toda la fuerza del Estado. El asesinato de trece policías que fueron emboscados por un grupo delincuencial en la zona de Llano Grande, en el Estado de México, mientras realizaban labores de patrullaje en la región, es reflejo de que la autoridad ha sido rebasada en todos los aspectos en la guerra contra el narcotráfico. Si los encargados de cuidar el orden son incapaces de cuidarse a ellos mismos, ¿qué pueden esperar los ciudadanos?

Pero más allá de la ineficacia para combatir a los cárteles, sorprende el grado de indiferencia que ha alcanzado la sociedad mexicana ante la incontrolable violencia criminal. Parece que ya se acostumbró a las noticias de descuartizados y descabezados. Sucede algo similar como con los accidentes de auto, si se detienen es para ver si hubo sangre, pero luego siguen su camino como si no hubiera pasado nada. Por eso episodios como el de los 13 policías asesinados ya no le impresionan. Los ve como parte del paisaje nacional.

Cuando Felipe Calderón inició la guerra contra los capos de la droga hubo una importante ola de indignación social en varias partes del país. Los distintos sectores de la población crearon movimientos de protesta, marchas por la paz y le hicieron saber al gobierno que desaprobaban que hubiera militarizado el conflicto contra el crimen organizado.

Incluso hubo ocasiones en que familiares de las víctimas se presentaron en los actos públicos del presidente para reclamarle que sin tener ninguna prueba hubiera calificado de “narcos” a sus hijos que fueron asesinados por sicarios. Como lo hizo la madre de un joven al que un grupo del narcotráfico mató mientras se encontraba en una fiesta en Ciudad Juárez. “A mi hijo lo mataron dos veces. La primera, los asesinos. La segunda, su gobierno al declararlo culpable nomás porque se le antojó”, le dijo.

Nada de eso hay ahora. Salvo algunas cuantas organizaciones sociales y un puñado de activistas, lo que hay es un profundo silencio en las personas, en la clase empresarial, en las cámaras legislativas, en los organismos e instancias defensoras de los derechos humanos, en los partidos políticos y, sobre todo, en los que ahora se autoproclaman arquitectos de la Cuarta Transformación.

Hoy el dolor de las víctimas no encuentra eco en ninguna parte. El suelo mexicano sigue regándose con sangre y no hay nadie que dé un manotazo en la mesa y diga “¡ya basta!”. Pues toda esa matanza que a diario se informa en los periódicos al día siguiente ya es historia. Ni quién se acuerde.

Si lo que queremos es que esto no cambie, la indiferencia es una buena receta. Pero debemos tener muy en cuenta que, si nada cambia, las cosas no se quedan como están, se estancan, se pudren, se apestan.

Por eso pasamos de los 121 mil muertos de Calderón a los más de 156 mil de Peña Nieto. El primer año de gobierno de Andrés Manuel López Obrador es considerado el más violento de la historia de México, con más de 35 mil homicidios. Y el 2020, a pesar de la parálisis social producto de la pandemia, se registraron en promedio cien asesinatos diarios.

Pero sin duda la indiferencia más dañina e injusta es la de nuestras élites políticas y económicas. Todos sabemos, especialmente ellos, que la estrategia de los abrazos y no balazos ha fallado, que acusar a los narcos con sus mamás y sus abuelitas no ha logrado que la violencia baje, ¿y qué ha sido de la oposición?

¿Dónde está para reclamarle al gobierno de López Obrador su fallida política de seguridad? ¿Para cuestionar que la Guardia Nacional, que fue creada ex profeso por la actual administración para el combate al crimen organizado y encargarse de la seguridad de los mexicanos, no haya podido detener las masacres y la mortandad? Y ¿por qué no vemos ninguna propuesta de su parte para atender este fenómeno social que ha convertido al país en un camposanto?

Nuestra realidad es la de un territorio ensangrentado, con autoridades e instituciones incapaces de imponerse ante las bandas criminales y con una clase política más preocupada por las elecciones que por las vidas humanas, y no dejará de serlo si primero no dejamos de ser insensibles a las víctimas de la violencia. Por eso, la exigencia del restablecimiento de la paz, del tejido social y la justicia es un deber de estricta moral, pero también el primer paso para que México no siga siendo visto por el mundo como el país de los muertos e indefensos.

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