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La vida republicana en una realidad convulsa

Carlos Matute González*

Hoy vivimos un proceso de degradación del espacio público en el que se sustituye al debate crítico racional por la descalificación y la difamación. El argumento Ad hóminem, aquel que se dirige contra la persona y no contra las ideas que expresa, impera y la razón es silenciada por la fuerza política o económica y el clamor de las masas. El recurso no es monopolio del gobierno y sus aliados, sino que por imitación o sobrevivencia se ha extendido a los grupos opositores a la autollamada 4T.

El compromiso del político, el forjador de opinión pública, el influencer, el periodista y el activista social debiera de contribuir a que los ciudadanos defiendan a su comunidad frente a las amenazas que pongan en riesgo la supervivencia de aquella. El discurso prudente y mesurado que trate de conciliar puntos de vista y convoque a la unidad para aprovechar las oportunidades que la reconfiguración de la economía mundial nos ofrece debiera ser el más utilizado y más efectivo.

Sin embargo, vivimos una realidad convulsa y todas las semanas surgen nuevos enfrentamientos que se acumulan a todos los que se han abierto en la última década y se han hecho más frecuentes en este sexenio. El presidente López Obrador tiene razón cuando afirma que el no ha dividido a la sociedad, que ya estaba en esta condición cuando el asumió el poder, pero sí ha contribuido a que las diferencias se acentúen y los enconos se intensifiquen.

La ofensa del adversario provoca que se rompan los vasos comunicantes entre los grupos políticos sociales y otorga la justificación al agredido para asumir posturas intolerantes. Cada injuria y cada linchamiento público desde una posición de poder -ya sea desde Palacio Nacional o cualquier otro centro de decisión como son los partidos políticos o las organizaciones de la sociedad civil- libera una espiral de odio que se acumula y puede llegar a formar tornados sociales incontrolados que se expresan en las redes sociales o en las calles con lenguaje o actos violentos.

En el fondo, el problema radica en que unos pocos acumulan demasiada, por tanto, indebida influencia política que hace depender a muchos ciudadanos y grupos poblacionales de su voluntad. Insisto que esto no es un defecto sólo atribuible al presidente, a Morena y sus aliados, sino a la mayoría de las expresiones de poder en nuestro país y en el mundo. Los ciudadanos asistimos a un espectáculo, cada vez más tragicómico, en el que vemos peleas cotidianas entre personajes encumbrados que aumentan el enojo colectivo.

Esta dinámica explica lo sucedido en torno a la ministra presidente Norma Piña, quien es amenazada de muerte en las redes sociales como una reacción a las acusaciones e injurias presidenciales al poder judicial, y luego acosada por personajes variopintos en las afueras de las oficinas de la Suprema Corte. También, el sitio con muros metálicos para evitar daños al Palacio Nacional que es un mensaje de aislamiento del poder frente a las manifestaciones, acompañada de la suplica del gobierno de la Ciudad de México de que no haya expresiones violentas como en años anteriores.

Vivimos una realidad convulsa debido a que en un extremo se agolpan quienes exigen una libertad basada en la no intervención de la comunidad en su propia individualidad en una suerte de encierro egoísta y en el otro aquellos que se adjudican el poder de decir qué es lo correcto para todos y pretenden imponer la igualdad, aunque la libertad se pierda o juzgar a los demás desde su propia cosmovisión.

Vivimos entre los extremos que se traduce en dos frases opuestas, pero ambas cercanas a la intolerancia: “nadie me representa políticamente, sólo yo sé lo que es bueno y todos los demás son corruptos” o “sólo me representan mis líderes que son incorruptibles y todos nuestros adversarios están equivocados en todo”. El más activo o el más afortunado puede, eventualmente, dirigir los órganos del Estado con desatino similar. Ahí tenemos los resultados de Jair Bolsonaro, Nicolás Maduro, Evo Morales, Alberto Fujimori, Pedro Castillo, los Kirchner, Daniel Ortega y los nombres se acumulan con la misma velocidad que la miseria y la desesperanza en nuestra América.

La vida republicana debiera ser no sólo una ausencia de coerción injustificada a nuestras libertades, sino una ausencia de dominación ilegítima. La concentración del poder en una persona o en un grupo es por sí ilegítima en una sociedad abierta como la que pretendemos construir. La crispación entre los poderes y las manifestaciones violentas son la ruta contraria en la búsqueda de la libertad de la persona en una comunidad armoniosa, igualitaria y próspera.

Investigador del Instituto Mexicano de Estudios Estratégicos de Seguridad y Defensa Nacionales*

cmatutegonzalez@gmail.com

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