El Cristalazo
Rafael Cardona
Hace unos días el gobierno interino (suplente o sustituto), de la Ciudad de México anunció la enésima intervención de la Plaza de la Constitución, cuyo nombre popular de Zócalo, nos debería servir a todos para recordar lo mal hecho, inacabado y en ocasiones históricamente inútil de nuestras obras públicas.
Como se sabe, la palabra zócalo, como sinónimo de plataforma o base de algo, se ha convertido en México –por obra y gracia de nuestra condición de país, siempre a medias–, en sinónimo de Plaza Mayor. Al menos así lo reconoce la RAE en esta peregrina definición. Y le digo así porque fue de un sitio a otro del planeta lingüístico en español.
A saber:
1. m. Arq. Cuerpo inferior de un edificio u obra, que sirve para elevar los basamentos a un mismo nivel.
2. m. Arq. friso (‖ faja de la parte inferior de las paredes).
Sin.:
friso, rodapié, suela, alizar, alicer, arrimadillo, citarón.
3. m. Arq. Miembro inferior del pedestal, debajo del neto.
4. m. Arq. Especie de pedestal.
5. m. Geol. Plataforma continental o insular.
6. m. Méx. Plaza principal de una ciudad, especialmente la de Ciudad de México.
Sin.:
plaza.
Pero más allá de la imantación de este vocablo y su aplicación, debemos recordar de dónde viene: de la derrota política y el prolongado carnaval santanista.
“…Antonio López de Santa Anna… (AM) decidió erigir un monumento a la Independencia en el centro de la Plaza principal.
“Para ello, se publicó en el periódico El Siglo Diez y Nueve la convocatoria firmada por el secretario de la Academia de San Carlos, que contenía las bases del concurso para un “proyecto de monumento que recordará (en la Plaza Mayor) las acciones heroicas y campañas relativas a la Independencia mexicana…
“… La comisión de artistas designados para evaluar las propuestas, decidió por unanimidad otorgar el proyecto al señor Don. Lorenzo De la Hidalga…”
“… Se armó una base octagonal (zócalo) sobre cuyo basamento se edificaría el monumento: en cada ángulo, la estatua de un héroe de la Independencia a cuyo pie se albergarían los cuerpos de éstos. Sobre este basamento se construiría otro más con bajorrelieves y una estatua más en cada ángulo y, en el centro, una columna con capitel compuesto. Además, se contaría con fuentes, jardines y calzadas…” como ahora.
“… El 16 de septiembre, coincidiendo con la conmemoración de la Independencia, se iniciaron las obras. Santa Anna mismo fue a colocar la primera piedra (y la primera pierna), y con entusiasmo arrancó las actividades de manera febril, como todo lo que hacía su “Alteza serenísima”.
“… Ocho días después se había terminado el zócalo y hasta ahí alcanzaron los recursos. A causa de la inestabilidad política y las deudas que el erario había asumido, debieron suspender momentáneamente las obras de embellecimiento de la Plaza Mayor. Santa Anna sólo estuvo un mes más en el poder.
“Cuando volvió ya estábamos en guerra con los Estados Unidos. Así que el zócalo se quedó ahí para que los paseantes se sentaran en su borde…”
Como se aprecia, el arrebato y la disfunción persisten en la obra pública. Hoy, se anuncia la intervención de la gran plaza cuyo gigantismo, no obstante, pierde en dimensiones con la farmacia del bienestar.
¿Por qué se hace ahora cuando a este interinato (suplencia, sustitución o como sea), le quedan pocos meses de vida?
Pues para llenar la gran plancha uruchurtiana de cascajo constructor e impedir mítines, especialmente de la oposición durante la campaña presidencial.
No se puede hacer nada porque estamos trabajando, señito. Disculpe usted las molestias que le ocasiona esta obra.
Quizá por eso un señor llamado Jesús Esteva, Secretario de Obras y Servicios, dispone de 50 millones para mobiliario urbano (inmóvil, por cierto); jardineras, vegetación, losetas y luminarias en donde actualmente hay seis carriles por los que circulan (aban) automovilistas.
Todo comenzará en febrero y terminará en el primer semestre (mucho tiempo para cerrar las calles a los patas de hule, si ese fuera en verdad el propósito ¿no?); es decir, cuando ya hayan pasado las elecciones.