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Juan Eduardo Martínez Leyva

John Keane explica, en su voluminoso y exhaustivo análisis publicado con el título Vida y muerte de la democracia, que es común la aceptación de que la democracia como sistema político, nació en la Grecia del siglo V a.C.

A pesar de que existen evidencias de que la palabra democracia y algunas de sus prácticas existían ya en la sociedad micénica unos siglos antes, al igual que en ciudades fenicias o en lugares de Oriente como Siria, Irán, Irak, la India, los griegos – escribe Keane- se adjudicaron la creación de la democracia como algo propio y exclusivo, “reivindicaron esa invención cuya importancia hoy se compara con la rueda, la imprenta, la máquina de vapor y la clonación de células madre”.

¿Cómo llegó Grecia a la democracia y cómo sucumbió este primer intento de la civilización occidental por gobernarse mediante el voto ciudadano?

Grecia arribó a la democracia después de haber derrocado a un gobierno tiránico y teniendo como antecedente la reforma jurídica de Solón, filósofo y legislador ateniense, que limitó considerablemente el poder de la nobleza y otorgó nuevos derechos a los propietarios y comerciantes.

Después de una época turbulenta, Pisístrato, en el año 560 a.C., logró establecer el orden mediante la instauración de la tiranía. A su muerte, ocurrida en el 527 a.C., heredó el poder a sus hijos, Hiparco e Hipias. Trece años después, en 514 a.C., Hiparco fue asesinado, en la plaza principal y a la vista de todos, durante la celebración de las fiestas en honor a Atenea, por dos jóvenes conocidos como Harmodio y Aristogitón. Lo que motivó el crimen no tuvo que ver con razones políticas sino pasionales. La muerte de su hermano hizo que Hipias endureciera su tiranía. Mandó asesinar a los dos jóvenes autores de la muerte de Hiparco y desterró de Atenas a todo ciudadano sospechoso de haber participado en la supuesta conspiración política.

Las atrocidades cometidas por Hipias desataron una rebelión que culminó con su derrota y fue sustituido en el gobierno por Clístenes, un personaje perteneciente al clan de los Alcmeónidas.

Fue Clístenes quien llevó las reformas de Solón a otro nivel. Promulgó una reforma electoral que reforzó la igualdad de los ciudadanos ante la ley; estableció la figura del ostracismo para expulsar a todo aquel ciudadano con pretensiones de tirano; deshizo la organización tribal de la ciudad y la dividió por demos o distritos, lo que contribuyó a mejorar la representación política. En adelante, ya no sería la identidad sanguínea lo que determinaría la representación, sino el lugar en el que vivían, su código postal, por decirlo de alguna manera.

Con la llegada de este gobernante reformador, la democracia griega inició el camino hacia su esplendor. Harmodio y Aristogitón, los celosos amantes, fueron proclamados héroes de la democracia ateniense y se les erigieron estatuas para recordarlos, porque su crimen, según los atenienses, contribuyó a la caída de la tiranía.

El régimen democrático griego fue aplastado definitivamente por una fuerza militar hacia el año 260 a.C. después de un largo periodo de declive, originado por la asociación entre las fuerzas militares con líderes demagogos que acumularon excesivo poder. “Al mirar en retrospectiva esos tiempos -escribe Keane- parecería obvio que el coqueteo entre la democracia y las fuerzas armadas tuvo consecuencias fatales para Atenas…Esos hombres del campo de batalla tenían derecho a interrumpir las asambleas para exponer sus propios asuntos. Eso significaba que su enorme poder para determinar el destino de la ciudad, sin el contrapeso de partidos, leyes o costumbres, dependía principalmente de su hábil manipulación retórica de la ciudadanía reunida en la asamblea”.

A lo largo del tiempo, diversos pensadores han alertado de lo dañino que es el abuso de la demagogia para el régimen democrático. Aristóteles razonaba que, “en las democracias en las que la ley gobierna no hay lugar para los demagogos”. Los demagogos son aduladores del pueblo y así consiguen afianzarse en el poder. “Los demagogos, para sobreponer los supuestos derechos populares a las leyes, someten todos los asuntos al voto popular porque su propio poder no puede menos de sacar provecho de esta práctica, gracias a la confianza popular que saben inspirar”. Para Aristóteles, la demagogia constituye la forma en que la democracia se corrompe.

Montesquieu, por su parte, pensaba que las democracias llegan a su fin cuando se pierde el principio de igualdad y cuando el pueblo, dirigido por un demagogo, despoja de sus funciones al legislativo, a los magistrados y a los jueces, invadiendo con su poder, las atribuciones que sólo corresponden a esos contrapesos. Coincide con Aristóteles en el sentido que el demagogo logra sus objetivos halagando al pueblo. El pueblo cae en esta desgracia -escribió Montesquieu- cuando aquellos a quienes elige procuran corromperlo con su retórica y con dádivas. Para que las personas no vean su ambición de poder, el demagogo habla sin cesar de la grandeza del pueblo; para que no descubran su avaricia, fomentan sin cesar la del pueblo.

¿Usted cree que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno o que, en ocasiones, un gobierno autoritario puede ser preferible a uno democrático?

Esta pregunta fue formulada a los entrevistados en la más reciente encuesta de GEA-ISA, levantada la primera semana de marzo de este año. Los que respondieron que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno obtuvo el 47% de las respuestas, mientras que los que afirmaron que en ocasiones es preferible un gobierno autoritario alcanzaron un desconcertante 42%. En la serie que publica la encuesta se observa que, en el segundo trimestre de 2018, antes de las elecciones presidenciales, la respuesta a la misma pregunta era de 52%, contra 14%, respectivamente. Los que prefieren en ocasiones un gobierno autoritario, aumentaron en 28 puntos porcentuales en los últimos seis años.

Es probable que este aumento de las personas proclives al gobierno autoritario esté relacionado con la relativamente alta aceptación que tiene el presidente, quien ha exhibido, en su forma personal de gobernar y en sus iniciativas políticas para concentrar el poder, una incontrovertible deriva autoritaria. Aceptación presidencial y deterioro de las preferencias por la democracia serían así dos caras de la misma moneda.

La demagogia, esa inclinación retórica por decirle a los ciudadanos lo que quieren escuchar y no necesariamente lo que necesitan saber para resolver efectivamente los problemas sociales que los aquejan, ha sido un recurso que los líderes populistas han usado con éxito. Por desgracia, la demagogia está presente en las actuales campañas políticas, donde los candidatos ofrecen cosas irrealizables que, suponen, son del agrado de los votantes.

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