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Juan Manuel Asai

Ayer se cumplieron 30 años del asesinato de Luis Donaldo Colosio. Al momento de su muerte era candidato presidencial del PRI. A lo largo del siglo pasado el PRI ganó siempre la elección para presidente. Terminó el siglo invicto. Ganó también la elección del 94 con el candidato que sustituyó a Colosio, el doctor Ernesto Zedillo, que decidió, por mero instinto de sobrevivencia, poner “sana distancia” con ese partido político.

Acaso los lectores más jóvenes no lo recuerden, porque entonces eran niños o bebés, que Colosio fue asesinado al término de un mitin en Lomas Taurinas, una colonia marginal de la ciudad fronteriza de Tijuana en Baja California. Colosio caminaba del improvisado templete hacia donde estaba estacionada su camioneta. Una multitud lo rodeaba y avanzaba con lentitud. Entre un nutrido grupo de policías vestidos de civil, Mario Aburto logró acercarse al candidato hasta ponerle sobre la sien derecha un viejo revolver Taurus. Jaló el gatillo hiriendo a Colosio de muerte. Todavía alcanzó a darle otro tiro antes de ser detenido, con el revolver humeante en la mano, por los elementos de seguridad. Sobrevino el caos.

Las imágenes del asesinato circulan en las redes sociales, con la canción de La Culebra sonando a todo volumen en el sonido local. Lomas Taurinas sigue siendo, 30 años después, una colonia marginal. En el lugar del asesinato se construyó la pequeña plaza de la Unidad y la Esperanza. Luis Donaldo murió poco después en el hospital a donde fue llevado de emergencia y la cúpula priista resolvió nombrar como candidato sustituto a Ernesto Zedillo, un tecnócrata formado en Yale.

No fue el único episodio de alto impacto que se registró ese año. Antes, el primer día del año, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional se levantó en armas en contra del gobierno federal y tomó varias localidades de Chiapas, la más importante de ellas San Cristóbal de las Casas. El ataque tomó a los mandos del país tratando de recuperarse de los excesos de la noche vieja. Las imágenes de los zapatistas, algunos de ellos armados con rifles de madera, le dieron la vuelta al mundo y sumieron al país en una ola de inestabilidad.

El líder más visible de los zapatistas era el subcomandante Marcos, un guerrillero bohemio que redactaba comunicados con toques literarios y firmaba “desde algún lugar de las montañas de Chiapas”. El gobierno identificó a Marcos como Rafael Sebastián Guillen Vicente un ex profesor de la UAM Xochimilco a quien sus alumnos le decían Cachumbambé. Ahí sigue Marcos en Chiapas preparando su jubilación. Ha ganado mucho peso, pero dicen quienes lo tratan que conserva su buen humor.

En ese mismo año, el 28 de septiembre, fue asesinado José Francisco Ruiz Massieu, ex gobernador de Guerrero y coordinador de la bancada de los diputados priistas. Se decía que Zedillo lo nombraría secretario de Gobernación. A él lo mataron cuando sacaba su vehículo de un estacionamiento a la vuelta del Sanborns de La Fragua muy cerca del Monumento a la Revolución. Le disparó el joven tamaulipeco Daniel Aguilar con una subametralladora que se trabó después del primer disparo, pero con un disparo fue suficiente.

La investigación dejó al descubierto una ruptura irreparable en la élite política del país. Fue una conspiración en la cúpula de la pirámide del poder. La ruptura soltó demonios que 30 años después no hemos podido volver a atrapar. México era entonces un país peligroso, pero no tanto como ahora. El sexenio de Carlos Salinas cerró con un total 67 mil 500 homicidios, cifra que naturalmente indignó a todos. Pensamos, ingenuos, que habíamos visto lo peor. El sexenio de López Obrador terminará con 200 mil homicidios. Los demonios siguen sueltos y han triunfado.

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