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Miguel Erroz Gaudiano

Una y otra vez, los políticos repiten promesas sin intención de cumplirlas y, aunque la mayoría de los ciudadanos conocen sus historiales, algunos siguen creyéndoles o fingen hacerlo. Sin embargo, con el tiempo, el desencanto suele llegar; pese a ello, las promesas vacías persisten, y esto se debe a que, para muchos, estas poseen un gran valor.

Muchos ciudadanos se involucran en la política, no por un sentido de deber cívico, sino por intereses personales. Buscan favorecer a candidatos específicos (invirtiendo su tiempo, dinero o reputación) con la esperanza de comprar favoritismo y recompensas personales.

Aun así, las personas tienden a justificar sus acciones. Nadie quiere que su apoyo a un candidato se perciba (ante los demás ni ante sí mismo) como egoísta. La capacidad de argumentar que nuestro candidato defiende una causa noble o el bienestar social es de gran utilidad en este contexto. Por lo tanto, la retórica política vacía desempeña un papel crucial al permitir a los partidarios y los colaboradores presentar sus acciones como basadas en principios morales y democráticos.

No obstante, es un error juzgar demasiado a aquellos que se autoengañan de esta manera. Las carreras y los negocios de muchas personas las hacen vulnerables a un sistema político clientelista y corrupto. Para muchas de ellas, el bienestar no depende solo del mérito, sino también del favoritismo y la influencia. Esto incluye a funcionarios que pueden verse obligados a unirse a un partido o a tomar decisiones profesionales parcializadas para avanzar en sus carreras, y a empresarios que buscan comprar influencia política para proteger sus negocios.

Para muchos, involucrarse en el intercambio de favores políticos se ha convertido en la única vía para garantizar la justicia y la seguridad personal. El hecho de saber que contribuir con intenciones egoístas está mal y que la retórica es falsa permite reprochar las acciones de otros, pero no cambia la imperativa de protegerse cuando el derecho personal se ve amenazado. Pocos tienen la fuerza necesaria para resistir la tentación de protegerse.

Mientras que el clientelismo atropella a muchos, otros se abrigan con él. Entre estos individuos están los que fomentan la propagación de falsedades que ocultan la verdadera naturaleza del sistema político. Estas falsedades incluyen la idea de que las elecciones, por sí solas, equivalen a democracia; que la intromisión del presidente en los otros poderes se debe a su estilo de gobierno, en lugar de a la concentración de poder; que el clientelismo es culpa de la cultura y la falta de valores, no del chantaje; y que la ciudadanía carga con la culpa por elegir al gobernante «incorrecto». En fin, enmascaran y legitiman la estructura gubernamental que da vida al clientelismo y los privilegia.

Para erradicar el clientelismo, es esencial reformar la estructura gubernamental actual, la cual otorga al mandatario un control desmedido sobre todos los poderes gubernamentales y, con ello, propicia la búsqueda y entrega de favores políticos e impunidad. Siguiendo el ejemplo de otras sociedades, se debe garantizar una alta independencia estructural para los funcionarios (jueces, fiscales, etcétera) con el objetivo de preservar su imparcialidad. Entre las herramientas constitucionales necesarias para este fin está la de una comisión civil que administre el sistema de personal basado en el mérito.

De igual manera que en las relaciones crónicas de abuso, algunos injustamente culpan a la víctima (la población atropellada). Sin embargo, el verdadero origen del problema radica en conceptos concebidos para encubrir y proteger la estructura gubernamental actual; desorientan intencionadamente a los ciudadanos con el fin de evitar perder su control. El primer paso es liberarse de estas trampas cognitivas y, luego, abordar las cuestiones estructurales.

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