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Roy Gómez

Nuestra búsqueda…

Durante los primeros quinientos años de la vida de la Iglesia se llevaban a cabo, en este domingo, las ordenaciones sacerdotales. A eso corresponden las lecturas de este domingo. Nada tienen que ver, pues, esas tres lecturas con el espíritu litúrgico del tiempo cuaresmal.

En la primera lectura, del libro del Génesis, se nos presenta la llamada dirigida a quien se iba a dedicar, de por vida, a desinstalarse continuamente para dedicar su vida entera, minuto a minuto, a servir a Dios en el prójimo: Sal de tu casa, de tu tierra y de entre tus parientes.

Toda vocación empieza por una llamada que nos saca de nuestra casa y de nuestras “casillas”. Y puede tener formas diversas, pero siempre es una llamada a cortar con “algo” o con “alguien”, a ponerse en camino, a superarse, trascenderse y transfigurarse. La llamada puede decir: Sal o sube, baja o ven… No se sabe lo que nos espera.

Abrahán, nuestro padre en la fe, es el prototipo de esta llamada a la desinstalación para la disponibilidad continua. Se trataba, para el ordenado como sacerdote, de mantenerse en total disponibilidad para ir donde y cuando más conviniera para la predicación del Reino de Dios. Y Abrahán no es el único prototipo que se nos presenta en la Palabra de Dios, igualmente se exige a Isaac, a Jacob, al pueblo de Israel entero, a Moisés, a cada uno de los profetas y, desde luego, Jesús es un modelo perfecto, de tal manera que llega a decir que un hombre como Él no tiene en dónde reclinar su cabeza. No se sabe lo que nos espera, pero hay promesa y bendición: Crecerás, te ensancharás, tendrás fruto, darás vida, vivirás…

Una vocación puede ser la de anunciar el Evangelio. Es una vocación gozosa, como ninguna. Pero es también una vocación dura, dolorosa, porque encuentra el rechazo de muchos y la persecución de otros.

La segunda carta de san Pablo a Timoteo, es una magnífica exhortación-resumen acerca de cuál iba a ser su labor en adelante, dirigida a quien iba a ser ordenado como sacerdote en este domingo. Otro gallo nos hubiera cantado en la Iglesia si siempre hubiéramos hecho caso a estas palabras del apóstol Pablo. Tomar parte en los duros trabajos del Evangelio según las fuerzas que Dios nos dé. Bien claro; nada de triunfalismos.

El predicar el Evangelio será un duro trabajo, pero debemos confiar no en nuestras fuerzas, sino en las fuerzas que Dios nos dé. Él, Dios, es el más interesado. Él es quien salva, y lo hace por medio de Jesucristo, no por medio de nosotros; a lo más, podemos ser sus representantes, pero nadie puede sustituirlo a Él.

En el evangelio tenemos la versión de Mateo del suceso teológico que conocemos como «la transfiguración». Como en un «preestreno», la gloria del Hijo del hombre es vista por los tres apóstoles que estaban considerados como las tres columnas esenciales de la Iglesia primitiva.

No se trata de un truco mágico hecho por Jesús. Sino que, de repente, los apóstoles pueden ver, o sea comprender, todo lo Dios encarnado que es el hombre Jesús. De repente también, con la pasión de Jesús, todo lo que habían comprendido, o sea visto, se les vino abajo. Solamente después de la resurrección vuelve a hacérseles claro que todo lo que Dios es, toda la gloria de Dios, se había hecho visible, oíble, encarnado, en el hombre Jesús de Nazaret.

La aparición de Moisés y Elías en ese cuadro catequético se debe a que representaban «la Ley y los profetas», que es la expresión judía para decir: La Sagrada Escritura entera. Mateo quiere decirnos, pues, que toda la Sagrada Escritura da testimonio acerca de Jesús y que toda la Sagrada Escritura alcanza su sentido pleno en Él.

Como Pedro, Santiago, y Juan, como las columnas de la comunidad, el recién ordenado, venía a decir la Iglesia primera, ha sido escogido de entre todos los seguidores de Jesús para contemplar de cerca su divinidad y dar testimonio de ella ante todos los demás.

Los apóstoles se sabían su catecismo de memoria, pero necesitaron una “revelación” para entender de verdad todo lo Dios que era Jesús. ¿No nos pasa lo mismo a nosotros?

Pero, ¿dónde está nuestro Tabor? Miramos a los montes y no vemos luz alguna. ¿Dónde está el lugar de la dicha y la gloria? Lo que más impresiona no es la luz, sino la oscuridad y los agujeros negros insaciables.

Estamos invitados a mirar hacia dentro, al “hombre interior”. Y allí, desde el silencio, podremos escuchar la voz del Espíritu que se nos ha dado. Es una voz intensa que habla del Padre y que llena de esperanza. No estamos solos. Todo el misterio de Dios nos habita.

¿Nos hemos dado cuenta de que, por la fe, tenemos que aprender a descubrir en ese carpintero, en ese niño pobre, en esa mujer embarazada, al Hijo de Dios que hay en él? Quizá cuando lo descubramos ya sea demasiado tarde y tengamos que oír, lo de «yo tuve hambre y tú no me diste de comer.» ¿Hemos entendido, en nuestra Iglesia, el sentido que tiene el que todos los llamados por Dios lo son a servir a los demás? ¿Es nuestra vida, y nuestras palabras, un buen testimonio de la divinidad de Jesucristo? ¿Hay alguien que se haya sentido animado a creer, a esperar y a amar, gracias a nuestra vida y palabras? Busquemos nuestra misión…Que así sea…Luz.

royducky@gmail.com

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