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Ricardo Becerra

El CEO de Tyson Foods (el productor de carne más grande en EU), en una reunión con sus accionistas, reveló que “todos los competidores de la empresa habían imitado sus aumentos de precios luego de la pandemia” En informes más recientes del FMI y del Bundesbank alemán también se señala: los cuellos de botella en la producción (debidos a la pandemia o a la invasión a Ucrania) han otorgado a muchas empresas un importante poder de mercado.

¿Qué es eso? La capacidad para imponer o inflar un precio. Las condiciones de incertidumbre que han creado nuestras calamidades presentes, forman un ambiente en el cual se vuelve predecible un alza de precios. Y en ese clima, las empresas más poderosas no compensan 1-1 los precios que han subido (digamos por el incremento del gas) sino porque agregan una porción adicional para compensar nuevas escaladas previsibles y para protegerse del futuro (cosa que los salarios no pueden hacer).

La economista Isabel Weber le llama a esto, inflación del vendedor y se desarrolla en cuatro fases.

Normalidad es la primera: la gente trabaja, crea y vende cosas, los propietarios se quedan con una parte -ganancia- y con el resto, pagan salarios.

Segunda: impulso. Sobreviene una escasez real de productos básicos clave, cuyo costo penetra en la producción. Aquí aparece el análisis más fino: sus modelos muestran que diez sectores de la economía generan un impacto inflacionario total mucho mayor que todos los demás (diez grupos de productos explican el 80 por ciento de la inflación). A ellos les llama “precios sistémicamente significativos”: energía, alimentos, transporte.

Fase tres: transferencia. Las empresas protegen sus márgenes de beneficio elevando sus propios precios. Por ejemplo, la gran mayoría de los establecimientos se ven afectados por los elevados precios del gas: electricidad generada por gas, calefacción a gas o gas para producir productos químicos. El aumento de precio se transmite de empresa en empresa hasta que acaba en el tianguis o en el supermercado como un precio más alto. ¿Quién acaba absorbiendo los incrementos? Los consumidores-trabajadores quienes a su vez, exigirían salarios más altos para estabilizar su poder adquisitivo.

Finalmente, fase cuatro: el conflicto. En realidad, en la mayoría de los países los salarios no han seguido el ritmo de la inflación. Los salarios reales (lo que los salarios realmente pueden comprar) han caído (no en México, por fortuna) y la mayor parte de la elevación de precios se los llevan las ganancias. Esta es la inflación del vendedor.

La cosa tiene una importancia radical al menos por dos razones: Weber y sus colegas (ver aquí https://bit.ly/45ziFIL) muestra que no existe un solo tipo de inflación sino varios, y que él que ha surgido de la pandemia no está explicado en los libros convencionales de economía, sino en los volúmenes de la buena historia económica. La incertidumbre que vivimos se parece mucho a la de guerras y entreguerras mundiales, más que a la de los años setenta.

Y segundo: gente como Castrenes creía que la inflación era siempre, fundamentalmente, un problema macroeconómico, una señal de una economía sobrecalentada, de un exceso de demanda agregada (salarios) que debe enfriarse. Pero no: la inflación actual se entiende mejor en términos microeconómicos, como resultado de productores de diversos mercados que fijan precios más altos por sus propios motivos y capacidades monopólicas.

Antes de 2019, casi todos los economistas habrían respondido, categóricos y con pechos amplios, que la inflación es asunto exclusivo del Banco Central y de los tipos de interés. Pero en el mundo de la pospandemia la explicación es otra: se trata de un problema de distribución. La heterodoxia va ganando.

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