• Spotify
  • Mapa Covid19

Roy Gómez

Me cae bien aquella mujer «principal» de Sunem. Se portó bien con el «profeta»: «Me consta que ese hombre de Dios es un santo; con frecuencia pasa por nuestra casa: vamos a prepararle un sitio, y cuando venga a visitarnos, se quedará allí». Hay que destacar que tiene mérito, o intuición. Para nosotros es indiscutible que Eliseo fue un hombre de Dios, un profeta: por eso está en nuestras Biblias y meditamos en su vida y su mensaje. Pero en aquel entonces (como en todos los tiempos) había profetas falsos, charlatanes, pájaros de mal agüero y gente que pretendía ser «santa» y conocer a Dios, hablando en su nombre.

Por otra parte, Eliseo era rechazado por buena parte del Pueblo, especialmente por las autoridades políticas y religiosas. O sea: por la gente principal. Suele ocurrir, porque los hombres de Dios suelen cuestionar lo que hay, lo que se hace, lo que se piensa, lo que ha sido tradición -mal entendida- o tradición «interesada» durante mucho tiempo. Intentan poner las cosas en su sitio, y claro, a los que les va bien, no tienen el menor interés en que algo cambie. Estas cosas ocurrían en aquel entonces y ocurren también hoy.

Parece que la sunamita tenía la costumbre de recibir al profeta en su casa e invitarle a comer. En la cultura judía, sentar a alguien a la mesa era un gesto de intimidad, de acogida, de cariño, de ofrecimiento personal. Ella es rica, es decir, tiene su vida resuelta, le va bien, tenía una buena posición y algún prestigio social, y por tanto se las apañaba por sí misma.

Pero algo había dentro de su corazón que la anima a sentar a su mesa y preparar un alojamiento para un personaje pobre, cuyo mensaje incomoda y que no es bien visto por otros de su mismo entorno social. Al acogerle en su casa, aquella mujer está permitiendo que el profeta entre también en su vida. Quiero decir que no se trataba de una simple «hospedera» haciendo una obra de caridad, sino algo mucho más serio: acoge al profeta y acoge su mensaje. Hasta le construye una habitación y la amuebla. El propio profeta Elías procura estar informado de sus necesidades, esperanzas y frustraciones (en este caso su esterilidad), y querría hacer algo por ella: «Se preguntaba ¿qué podemos hacer por ella?».

En esta sociedad nuestra, y en este cristianismo nuestro de hoy, nos planteamos las cosas de distinta manera que aquella mujer. Por una parte, nos preocupa mucho el qué dirán, y nos condiciona mucho, excesivamente, nuestro propio entorno. Hay que tener mucha personalidad para ser libres y críticos con respecto a lo que piensan «los nuestros».

Por otra parte, la disposición y la confianza para acoger en nuestra vida (darle una «habitación» para que se quede cuanto quiera) a quien pueda ayudarnos a conocer la voluntad de Dios nos cuesta muchísimo. Ponemos muchos filtros y condiciones a quien pueda cuestionarnos o incomodarnos con sus planteamientos y exigencias. A menudo desenchufamos sin siquiera escuchar, cuando el «mensajero» de Dios pudiera meter el dedo en la llaga, o invitarnos a hacer algún tipo de cambio. Es muy humano: protegemos nuestra tranquilidad.

También Jesús tenía algunos amigos entre la gente principal. Como Lázaro y sus dos hermanas, o Nicodemo, por ejemplo. Pero también se encontró otras «gentes principales» que le rechazaron abiertamente, e incluso fueron contra él. Por eso Jesús les dice a sus discípulos: «El que los recibe a ustedes, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado». Es decir: quien permite entrar en su «casa», en su vida, en sus proyectos, al hombre de Dios, está recibiendo y acogiendo al mismo Dios.

Los discípulos a quienes habla Jesús no son gente perfecta. Los evangelios nos describen sin pudor su cobardía, su poca capacidad de comprender el mensaje de Jesús, sus rencillas personales, sus intereses poco purificados, y otros fallos. Pero a Jesús no le importó a la hora de elegirlos y enviarlos como misioneros suyos. Lo que les pide solamente es que «convivan con él», «conozcan su mensaje» y «procuren dar su testimonio personal».

Por eso, los discípulos y mensajeros que acogemos en nuestra vida a menudo no tendrán la solución para nuestros problemas concretos, pero representan nuestro deseo de «contar con Dios» en nuestra vida, en lo que nos pasa. Es bueno y conveniente que tengan en nuestro corazón una «habitación» preparada para acogerlos. Y así escuchar su palabra evangélica, y contar sinceramente con su ayuda para discernir la voluntad de Dios. Jesús se identificó tanto con sus mensajeros, que dice que quien los acoge, le acoge realmente a él. Aun con todas sus limitaciones y condicionantes e imperfecciones. De lo que se trata es de evitar el riesgo de acomodarnos y conformarnos en nuestra vida de fe.

San Pablo nos ha invitado hoy a todos los bautizados a una «vida nueva» y a «vivir para Dios». El que antepone sus intereses familiares, sus proyectos personales, sus criterios, sus intereses, a los de Dios y su Reino, no es digno de él, ¡pierde su vida sin remedio!

A la luz de este Evangelio siento la necesidad de agradecer a tantas personas a lo largo de mi vida, que me han abierto las puertas de su corazón y han confiado en mí, a pesar de todas mis inmadureces y limitaciones. Realmente ellos han sido instrumentos de Dios para purificarme y hacerme crecer y comprender mejor el Evangelio. Y también recordar y orar por aquellos a quienes he acogido y han acompañado y acompañan hoy mi camino de fe. 

Pero que se nos quede hoy en la mente aquella mujer anónima recibiendo a los enviados de Dios, y aprendamos de ella. Hay muchos modos de hacer esta bella tarea. Hasta un vaso de agua fresca tiene importancia. Como también un rato de conversación, un paseo, una llamada, una felicitación, una palabra de ánimo o agradecimiento. Y también la invitación a acoger a los profetas de Dios en nuestra vida, aunque a veces nos resulten incómodos… Que así sea. Paz y Bien.

royducky@gmail.com

Compartir:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *