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Edgardo Bermejo, DocsMX y La memoria infinita

Edgardo Bermejo Mora

1. El 18 de junio de 2017 el profesor Edgardo Bermejo –mi padre, “el otro de mi sangre y de mi nombre” como escribiera Borges- me contó que un neurólogo le había informado que la pérdida gradual de la memoria, algo de lo que se había quejado por esos días, podría deberse a una alteración cardiovascular. Era apenas una sospecha sin nombre, una alerta temprana de diagnóstico reservado, que entonces preferí desestimar.

Las llaves, los lentes o la cartera perdida, algunos nombres y fechas extraviados en la conversación cotidiana, y el olvido persistente de las pequeñas certidumbres que nos conforman a diario, provocaron que acudiera a la consulta de un médico.

Ese domingo celebrábamos en casa el Día del Padre con una paella, vino tinto, y un trío que lo acompañó para cantar su pieza más emblemática: “Quiero abrazarte tanto” de Víctor Manuel (“Vente conmigo al puerto/ que hay una barca en el malecón/ con tu nombre pintando secando al sol/ con tu mano grabada junto al timón…”).

Asumió la encomienda y cantó con esa voz entonada y galante del joven vocalista de la banda de rocanrol que organizó con sus amigos de la Colonia Obrera de la Ciudad de México, a finales de la década de los sesenta. Su grupo, me dijo alguna vez, se llamaba “Las cosas”, justamente como se titula otro poema famoso de Borges: “¿Cuántas cosas/ limas, umbrales, atlas, copas, clavos/ nos sirven como tácitos esclavos/ ciegas y extrañamente sigilosas/ durarán más allá de nuestro olvido? / no sabrán nunca que nos hemos ido”.

El video que aquella tarde grabé desde mi teléfono celular lo registra esforzándose por recordar las estrofas de su canción favorita. Se afanaba para encontrar en los rincones de la memoria algo que irremediablemente se le escapaba, cuando, pese a todo, aún se sabía Edgardo Bermejo Santos: el profesor jubilado que por más de dos décadas impartió la materia de historia en una secundaria pública del oriente de la Ciudad de México, el niño yucateco que emigró a la capital cuando tenía tres años, y el joven de barrio bravo que desde la más absoluta marginalidad logró titularse como profesor normalista, formar una primera familia con mi madre -ya fallecida- y sus dos hijos, es decir, mi hermana Carmen y yo; y un cuarto de siglo atrás una segunda familia con tres hijos, uno de ellos mi hermanastro.

Seis años después ya no me reconoce. Hace tiempo que dejó de hacerlo. Soy un extraño para él. Su memoria, extraviada para siempre, se preserva ahora en nosotros, en las dos familias que formó. Somos nosotros quienes asumimos hace tiempo el papel de los guardianes de una identidad perdida sin remedio en un cuerpo que aun late, respira y se alimenta, pero que habita en el limbo del olvido más radical e implacable. Sigue siendo él, pero ya no es él.

Hace un año le mostré fotos del álbum familiar, ese mapa deslavado por el tiempo que a todos nos otorga un lugar en el reino de los días transcurridos y en el mundo de ayer. “Aquí estas tú con mi hermana”, le decía, o bien, “ese eres tú conmigo el día que me enseñabas a nadar en Acapulco”. Miraba en silencio las imágenes de un pasado ya del todo incomprensible para él.

Ese mismo día su esposa me mostró una imagen desoladora: era el ultrasonido de su cerebro: un archipiélago de puntos blancos que registraban uno a uno los micro infartos cerebrales que lo fueron desconectando del mundo poco a poco. Cada mancha representaba un nombre, un dato, una tarde feliz, una desgracia, o cualquier otro recuerdo borrado para siempre.

Escribo estas líneas con la certidumbre amarga de que Edgardo Bermejo no podrá distinguir en estas letras algo que lo regrese o al menos que lo acerque a mí.

2. La cineasta chilena Maite Alberdi -nominada en 2021 al Oscar como mejor película extranjera por el falso documental que se adentra en el mundo de los asilos para ancianos “El agente topo”- obtuvo este año el Gran Premio del Jurado del Festival de Sundance en Nueva York por su documental “La memoria infinita”.

Este nuevo trabajo, que prescinde de la ficción y que registra la perseverancia del amor en el río incontenible del olvido y del Alzheimer, se proyectó el día jueves en la inauguración de la edición decimoctava del Festival Internacional de Cine Documental de la Ciudad de México, DocsMX. Lo vi sin dejar de recordar un sólo momento -vaya paradoja- a mi padre el desmemoriado.

El documental nos presenta la historia de la actriz Paulina Urrutia -quien fuera ministra de Cultura en el gobierno de Michele Bachellet- y de su esposo Augusto Góngora, un periodista que denunció y logró sobrevivir a los peores años de la dictadura de Pinochet.

A lo largo de noventa minutos nos acercamos a esa extraña manera en la que el Alzheimer nos pone sin remedio ante el drama de despedirnos poco a poco de las personas a las que amamos. Ellos advierten que se están yendo sin comprenderlo del todo, nosotros admitimos que el amor es la forma más poderosa de la lealtad a quien se marcha sin remedio.

Una canción de Silvio Rodríguez nos anuncia la historia: “¿A dónde van las palabras que no se quedaron? / ¿A dónde van las miradas que un día partieron? / ¿Acaso flotan eternas, como prisioneras de un ventarrón? / ¿O se acurran, entre las hendijas, buscando calor?”. Yo pensé en un verso de Unamuno como epígrafe del documental: “Me destierro a la memoria / voy a vivir del recuerdo / Buscadme, si me os pierdo/ en el yermo de la historia”.

Nueva paradoja: Augusto Góngora procuró desde el periodismo salvar del olvido impune los días más virulentos de la dictadura, y en 1997, junto con otros escritores, publicó el libro “Chile la memoria perdida”. Un volumen que muchos años después Paulina abriría de nuevo para recordarle a su esposo la dedicatoria que le escribió, cuando recién se conocieron: “los que tienen memoria tienen coraje y son sembradores”, escribió en aquel entonces.

3. Desde hace 18 años Inti Cordera, uno de los gestores culturales más brillantes, audaces y creativos de nuestro país, dirige DocsMX, un festival que no sólo se avoca a la exhibición, sino que es también una plataforma para la formación de nuevos documentalistas, el apoyo a proyectos alternativos, la colaboración internacional, y una ventana contemporánea y cosmopolita que desde la cinematografía nos recuerda la vocación social e incluyente de la cultura. Un festival que es, a su vez, un garante de la memoria que se siembra y que perdura.

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