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(II y último)

Jesús Martínez Soriano

Toronto, Canadá. Dicen los especialistas en neurociencia que los aromas evocan recuerdos y generan emociones. Lo anterior viene a cuento porque hace algunos días, previo a la Navidad, acudí a la estación Eglinton de la línea 1 del metro en esta ciudad solo para adquirir y disfrutar de un Cinnamon Roll o rollo de canela en el ya muy longevo establecimiento de la cadena Cinnabon, ubicado en el interior de dicha estación. Desde que descendí del vagón del metro, percibí el característico aroma a canela de los roles, lo cual inmediatamente me transportó a la época en que realicé mi primera visita a Canadá, en cuya estancia de aproximadamente un año, solía frecuentar este lugar, junto con algunos de los compañeros con los que entonces vivía. Llegué al Cinnabon y mientras esperaba a que me atendieran, fundido en mis recuerdos, observaba yo el establecimiento, idéntico a como lo conocí hace más de tres décadas, dando la sensación como si el tiempo se hubiera detenido.

De pronto se me acercó un hombre de los llamados homeless (personas sin hogar), quienes en su mayoría padecen de sus facultades mentales, solicitándome una moneda, a quien respondí que no tenía yo cambio. Entonces el individuo me preguntó si le podría yo invitar un roll. Lo observé con mayor detenimiento, era un tipo de unos 40 años de edad, de aspecto indescifrable y vestimenta maltratada; imposible no conmoverse; de inmediato le respondí afirmativamente. Unos minutos después, al entregarle el postre, el hombre me agradeció y se alejó de mi con dirección desconocida. Pero aquel sujeto me hizo recordar, inevitablemente, a uno de los compañeros con los que conviví en aquella mi experiencia en el extranjero, a principios de los 90, a quien un problema de drogas dejó severamente afectado su estado de salud mental. Posteriormente me trasladé a una cafetería Tim Hortons localizada sobre la calle Yonge, casi esquina con Avenida Eglinton. Ahí, sentado a la orilla de una ventana con vista al exterior, mientras disfrutaba de mi bebida y mi rollo de canela, observaba el ir y venir de la gente, al tiempo que recordaba yo aquellos compañeros y amigos, de quienes en su mayoría hoy desconozco su paradero. Con ellos experimenté satisfacciones y alegrías, pero también desencuentros y sinsabores, algunos de las cuales me gustaría compartir con los lectores.

Los amigos de ayer

Reza la primera estrofa de una famosa canción de Pablo Milan “¿Dónde estarán los amigos de ayer?” y creo que esa es una pregunta que muchos de nosotros nos formulamos sobre ciertas personas que en algún momento de nuestras vidas sentíamos muy cercanas, pero de quienes por circunstancias de la vida nos terminamos distanciando. Eso ocurrió con algunos de los siete compañeros con quienes conviví en mi primer viaje al exterior, de ellos, cinco eran familiares: Oscar, el amigo que me invitó, su hermano, de quien omitiré su nombre, su primo Enrique y dos primas más: Gabriela y Adela. Los otros dos éramos Edgar y quien esto escribe, ambos amigos comunes de Oscar, a quien conocimos en la universidad. Todos éramos casi de la misma edad, por lo cual teníamos inquietudes similares y aspectos en común y, por lo mismo, no demoramos mucho en establecer una buena relación. Con Oscar casi siempre mantuve una relación cordial hasta el día de hoy, y a quien siempre le estaré agradecido por la invitación que me formuló para venir a este país. Su hermano parecía un tipo normal, aunque de trato un poco difícil, pues se irritaba con cierta facilidad y no permitía que le realizáramos bromas pasadas. Con él yo solo conviví lo necesario durante poco más de dos meses porque después partió para Montreal junto con algunos amigos, según nos comentó, en donde meses más tarde fue internado debido a un problema de sobredosis de drogas que terminó minando su salud mental. Años después lo vi un par de veces en México, con la tristeza que ello conlleva, pues por obvias razones jamás volvió a ser el mismo.

Con las dos primas de Oscar mantuve una relación cercana durante el tiempo que permanecimos aquí, pero después de esa aventura jamás volvimos a establecer comunicación y, con Enrique tuve diferencias importantes que nos distanciaron por mucho tiempo, pero con quien años después tuve la oportunidad de reencontrarme, ya en México, y recordar momentos gratos de nuestra estancia en este país. Fue con Edgar con quien más conviví, en cuyo inicio la relación fue un poco complicada; como ya lo comenté, a él yo lo conocí en la universidad, siendo ambos estudiantes, aunque francamente no era un tipo que me simpatizara y, por lo mismo, solo teníamos el trato necesario. Cuando Oscar me invitó a venir a Canadá, había hecho lo propio con Edgar, quien llego aquí unos días después de que lo hiciéramos Oscar y yo. Debo confesar que para mi lo anterior no resultó muy agradable, pero eso yo no lo podía manifestar bajo ninguna circunstancia. Desde que Edgar llegó a casa nuestra relación fue un tanto tirante y áspera, pero posteriormente empezó a ser más llevadera. Las cosas empezaron a cambiar justamente en el mes de diciembre, cuando él dejó de salir con los familiares de Oscar en los fines de semana algún bar, principalmente en viernes y sábados. Yo había hecho lo propio semanas antes.

Un desaguisado y una cena que lo remedia

A partir de ese día Edgar y yo empezamos a salir juntos los fines de semana y a llevarnos mucho mejor, pero una circunstancia terminó por unirnos todavía más; el día 31 por la tarde, mientras nos encontrábamos en los preparativos de la cena de Año Nuevo, él y Gabriela tuvieron una fuerte discusión, cuya causa no recuerdo, aunque lo que sí tengo presente es que esta última era muy temperamental. El ambiente era tenso y Edgar me comentó que se ausentaría algunas horas de casa, preguntó si quería yo acompañarlo, a lo cual accedí. Nos fuimos al centro en donde al poco tiempo nos olvidamos del desaguisado entre el ambiente de festividad que se respiraba en las calles y comercios: luces, decoraciones y música. Caminamos por el edificio de la Alcaldía, en donde había una gran algarabía por la presencia de Kenny Roger, el famoso cantante de música country, quien, por cierto, falleció en 2020, y por la proximidad de la ceremonia del conteo de los últimos segundos del año. Él quería presenciar dicho evento, pero yo lo persuadí para regresar al departamento, a donde llegamos unos minutos después de la media noche, cuando nuestros compañeros empezaban a servir la cena y quienes se sorprendieron gratamente por nuestro regreso. Nos trataron con deferencias mayores a las normales, quizá para demostrarnos que no buscaban actuar como clan familiar ni hacernos sentir extraños o excluidos; agradecimos el gesto, que mucho contribuyó a olvidar el mal momento ocurrido previamente, brindar por la llegada de un año más y darnos el tradicional abrazo. Pensé entonces y lo confirmo ahora que la temporada de Navidad, previa y posterior, tiene una especial magia en muchos sentidos.

Edgar y yo empezábamos a ser amigos y a volvernos inseparable; íbamos a muchos lugares juntos y disfrutábamos realmente la compañía el uno del otro; visitamos Kingston, la antigua capital de Canadá, Ottawa, la actual, así como las Cataratas del Niágara. Viajamos por tren y por autobús, ávidos de experimentar cosas nuevas y atractivas con el ansia de todo saber, como dice otra estrofa de canción de referencia del cantante cubano recientemente fallecido. Y aquí, en Toronto, nos gustaba visitar las plazas comerciales, ir algún establecimiento a comer una pizza, una hamburguesa o tomar un café. Además, disfrutábamos conversar durante largos minutos, a veces horas, cada vez adquiriendo mayor confianza. Pero justo cuando más disfrutábamos estar juntos como amigos, Edgar decidió regresar a México; fueron alrededor de tres meses los que convivimos de manera muy intensa y, por lo mismo, ambos lamentamos la separación. Casi un año después regresé a México, al poco tiempo me incorporé a trabajar con otro grupo de amigos y aunque volví a encontrarme con Edgar varias veces, nunca más nuestra relación volvió a ser tan entrañable como cuando ambos coincidimos en este país. Años después un desencuentro terminó por alejarnos, pero creo que a estas alturas de la vida valdría la pena superar viejas rencillas y volvernos a encontrar para recordar algunas de las anécdotas de aquellos años de juventud. Feliz Año Nuevo a todos los queridos lectores.

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3 Comentarios

  • Carlos Fidel 31 de diciembre de 2022

    Se dice que venimos a la vida, a hacer amig@s. Feliz año a los aventureros, no solo de Canadá, sino de todo el mundo.

  • R. Pérez 31 de diciembre de 2022

    Muy atinado el texto, y en efecto, las fechas evocan a la nostalgia y la introspección. Por ello el dicho de que «hay que vivir el presente» toma más sentido hoy, pues como sabemos, todo pasa.
    Le mando un abrazo al autor y gracias por tan gratas narrativas.

  • Gabriela Pérez 2 de enero de 2023

    Gracias por compartir esta experiencia de vida, que nos hace recordar que al final todo y todos somos parte de un ciclo. Que la temporada navideña resulta ser mágica porque nos sensibiliza. Sería perfecto que todo el año tuviéramos esa empatía.

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