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La reforma y una justicia contaminada

Razones

Jorge Fernández Menéndez

El presidente López Obrador quiere gobernar hasta el último día. Nada de las pacíficas transiciones del poder, de las que él mismo gozó durante la de 2018. El presidente no quiere reformar el poder judicial, quiere deconstruirlo, convertirlo en un poder subordinado. Y ajustar cuentas con un poder que no pudo controlar plenamente durante la segunda mitad de su sexenio. Las acusaciones de corrupción, de falta de representatividad democrática, de que el poder judicial está comprometido con factores de poder contaminan todo el sistema de justicia.

En el camino no importa si se destruyen carreras judiciales forjadas a lo largo de años de trabajo, si la propia impartición de justicia se torna institucionalmente inmanejable, incluso si su decisión boicotea el gobierno de su sucesora. Decir que no importa la reacción de los mercados era válido en el siglo XIX, no en la actualidad; que la reforma se consultará pero que se aprobará como está planteada, sería desastroso para una administración que quiere mantener la estabilidad financiera, una economía próspera y la confianza en los inversionistas nacionales y extranjeros.

Lo que priva es una campaña que contamina todo el proceso de impartición de justicia y por ende paraliza el sistema. ¿Quién puede tener confianza y certidumbre hoy en las decisiones judiciales si se pueden tomar para congraciarse o enfrentarse con una de las partes en conflicto en un proceso donde pareciera que las decisiones ya están tomadas?

La percepción de corrupción y falta de imparcialidad en el Poder Judicial impulsada por esta campaña mina la confianza en las decisiones judiciales, especialmente en un contexto donde tanto el presidente López Obrador como la presidenta electa Sheinbaum han señalado deficiencias y posibles actos de corrupción dentro de la SCJN.

En este contexto se terminan cuestionando la validez de las resoluciones emitidas por los ministros de la SCJN, pero también por los diversos actores del sistema.

Si se hace una consulta seria a especialistas, como propone Claudia Sheinbaum, es muy probable que las barras de abogados, las escuelas de derecho, el sector académico, no acepten la elección por voto popular de los jueces, magistrados y ministros de la Suprema Corte. Es como decidir por votación popular los cirujanos en jefe de los hospitales públicos. Son más de mil 700 cargos del poder judicial que estarían disponibles al mejor postor, a quien pueda hacerse de esas candidaturas. Ninguna democracia del mundo tiene un sistema de ese tipo.

Tampoco es verdad que de esa forma se evita la corrupción, como si no la hubiera en los funcionarios electos por cargos de elección popular que ocupan áreas ejecutivas y legislativas.

La corrupción se combate con sistemas eficientes de control, que en este caso se tienen que imponer desde el consejo de la judicatura. La idea de la elección de jueces por votación popular, como único punto no negociable de la propuesta de reforma, sin abarcar aspectos que son nodales como el consejo de la judicatura, la carrera judicial, los mecanismos para hacer más eficiente y más transparente el propio sistema hacen el debate como tal, casi intransitable.

Hay que insistir en un punto: el poder judicial sí necesita una reforma y una reforma profunda en muchos ámbitos. Pero, primero, una reforma de esas características no se realiza de un golpe y en semanas, deberá abarcar, por lo menos todo un sexenio: la reforma que se aprobó durante el gobierno de Calderón y donde mucho tuvo que ver el propio Arturo Zaldívar, se implementó durante ocho años. Y logró mejorar por lo menos en el ámbito federal, el sistema de justicia. Segundo, se deben reformar a fondo los sistemas de justicia locales que, salvo algunas excepciones, es donde hay mayores problemas. Eso no se hace en un día o en semanas.

La validez de las resoluciones judiciales es fundamental para el estado de derecho, por lo que mientras se implementan reformas, es crucial mantener un equilibrio que permita la continuidad del sistema judicial sin comprometer su integridad ni su capacidad para actuar imparcialmente. Cualquier cambio en la estructura y funcionamiento del Poder Judicial debe ser implementado de manera tal que fortalezca la confianza en las instituciones y garantice que las futuras resoluciones judiciales se dicten de acuerdo con los estándares de justicia y legalidad que la sociedad exige. Hoy, eso está comprometido.

Insisto en un tema. Las decisiones drásticas que se toman en las últimas semanas de ejercicio poder suelen ser las peores, porque los mandatarios salientes están pensando en su legado, en la historia. No hay mejor ejemplo que José López Portillo estatizando la banca en septiembre de 1982 con costos políticos y financieros enormes, de los que no se pudo deshacer Miguel de la Madrid en todo su sexenio. Y los que recordamos aquellas escenas, recordamos al sucesor, a De la Madrid, aplaudiendo, aunque fuera a regañadientes, aquella decisión presidencial, y en los días siguientes vimos el Zócalo lleno de manifestantes que festejaban la “nacionalización” de la banca (que fue estatizada, porque ya era nacional, sólo se expropiaron los bancos de propietarios mexicanos, los extranjeros no fueron tocados). Fue un error que se tomó en unos días pensando en un legado, pero que le costó al país años amortizarlo.

Por lo pronto la confrontación, la dinámica de la campaña actual en torno a la reforma judicial nos deja en un plano de profunda incertidumbre judicial, con decisiones que no sabemos si se toman con base en leyes o en tomas de posición en torno a ese conflicto. Quizás poner en pausa muchas de ellas no sea una mala idea.

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