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La noche negra y el poder

Jorge Fernández Menéndez

Lo que vimos en el cierre del periodo legislativo, sobre todo en el Senado, fue una demostración de poder unipersonal como pocas veces hemos observado en las últimas décadas. El presidente López Obrador suele reafirmar o exhibir su poder con medidas destempladas, acabando con formas y en contra muchas veces de los consejos de sus propios asesores o colaboradores. Es su forma de mostrar quién está al mando. Su estilo personal de gobernar. Y exige lealtades absolutas en ese quehacer.

Cuando aún no comenzaba el sexenio decidió acabar con el aeropuerto de Texcoco pese a que sus más cercanos colaboradores le dijeron que era un error (que lo era y lo es) y cómo él mismo ha dicho los ignoró y tomó una decisión personal. La intención más allá de que no le gustara ni el aeropuerto ni nada que tuviera que ver con los gobiernos anteriores, es que antes de iniciar su administración quería establecer quién mandaba.

Quería, en sus palabras, demostrar que el poder político estaba por encima del poder económico. Aunque en el camino sacrificara recursos y proyectos. Lo mismo sucedió con casi todo, desde las estancias infantiles hasta el seguro popular, acabó con la eficiente y republicana residencia presidencial de Los Pinos para instalarse nada más y nada menos que en Palacio Nacional, la mayor exhibición de poder unipersonal que puede haber en el país. Abandonó y mal vendió después de muchas vicisitudes el avión presidencial, operando bajo la misma lógica, y en el camino han caído instituciones, programas, políticas.

Un operador cercano al presidente me decía en una ocasión que la convicción presidencial era que había que acabar con todo lo del pasado régimen, bueno o malo, si queríamos construir el nuevo. Un viejo concepto revolucionario que en los hechos ha logrado siempre destrucciones portentosas y construcciones mediocres.

Lo cierto es que lo ocurrido esta semana primero en la cámara de diputados, y sobre todo este viernes en senadores, alcanza otras cotas. Después de que en diputados se hubieran aprobado en forma vergonzosa (porque la mayoría de los legisladores no sabían siquiera qué estaban votando, porque no hubo tiempo siquiera de leer las leyes) las iniciativas fueron al senado donde se suponía que se respetarían tiempos y procedimientos legislativos, incluso teniendo acordado ya un nombramiento para destrabar la parálisis del INAI.

Sucedió todo lo contrario. De inicio el acuerdo por el consejero del INAI no fue respetado, terminó en una chicana política. La oposición que no está sobrada de imaginación, tomó la tribuna pensando con eso paralizar el proceso legislativo, pero calculó mal hasta donde llegaría, el oficialismo y no dio la pelea que podría haber dado.

Si hubo alguna duda en Morena sobre cómo actuar eso acabó rápido. El presidente López Obrador convocó a los senadores y a sus precandidatos a Palacio Nacional, y dio orden de no negociar nada y sacar todo, hasta lo que no estaba contemplado.

La bancada oficialista, Morena y sus aliados del Verde y PT, no tenían quórum suficiente e hicieron que una senadora que estaba en un viaje de trabajo en Bélgica, pidiera licencia a distancia para que inmediatamente asumiera su suplente, con eso lograron el quórum necesario, y en sesión maratónica y sin ningún proceso legislativo se aprobaron 20 leyes que incluyeron de todo, desde atribuciones a la Defensa en el espacio aéreo hasta la definitiva desaparición del Insabi, desde acabar con el Conacyt con la ley de ciencias más retrógradas que hemos conocido, hasta desaparecer Financiera Rural, desde otorgar a la Defensa la concesión a perpetuidad del tren maya hasta modificar sustancialmente la ley minera de forma tal que afectará profundamente el futuro de ese sector. Todo en menos de 24 horas, y sin discusión ni debate. El INAI, la causa que defendía con la toma de tribuna la oposición, comparado con el tsunami legislativo posterior terminó siendo pecata minuta.

La pregunta es por qué tal exhibición de poder unipersonal. Mi opinión es que el presidente venía de dos pésimas semanas, con profundas diferencias con Estados Unidos, incluyendo algunos exabruptos que podían, pueden, contaminar profundamente la relación, venía de una dolorosa derrota en la Corte con el tema de la Guardia Nacional, que se agudiza con el fracaso de la política de seguridad y se entremezclará con las próximas exigencias estadounidenses en torno al tema del narcotráfico y el fentanilo.

Y venía el presidente saliendo de su enfermedad. Durante ese vacío de domingo a miércoles muchos vieron un presidente debilitado y muchos aumentaron sus apuestas sucesorias. Y López Obrador, como siempre ha hecho, reapareció redoblando sus propias apuestas, juntando senadores, muchos de ellos opuestos a romper las formas legislativas, y a sus precandidatos (en privado muchos de ellos, por no decir todos también opuestos a varias de las decisiones legislativas que se estaban asumiendo) para exigirles a unos disciplina y voto expedito y para decirle a los otros que el control del proceso sucesorio lo tenía él y nadie más.

En el camino desaparecieron en una noche instituciones, se crearon, es un decir, otras, se cambiaron atribuciones importantes y se modificó e hipotecó buena parte del futuro, político y social. Pero el presidente terminó la semana con un golpe sobre la mesa. Pocas veces hemos visto mayor exhibición de poder unipersonal.

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