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Roy Gómez

En la primera lectura nos encontramos con un personaje fundamental para las tres grandes religiones: Cristianismo, Judaísmo e Islam. Le hemos llamado “Padre de los creyentes”, un modelo de fe, una referencia esencial para el creyente.

El pasaje del Génesis nos lo presenta como un hombre ya anciano, con su vida ya hecha: había conseguido una fortuna, abundantes rebaños y tierras, una buena esposa, pero no se sentía pleno del todo: reconocía un vacío grande en su corazón. Una parte importante de su proyecto de vida no se había cumplido: una descendencia, un hijo que le sucediera. Podemos decir que había logrado todo lo que dependía de su esfuerzo personal, y de sus sacrificios. Pero el hombre nunca se siente del todo satisfecho con lo que puede conseguir con sus propios puños. En este caso: ¿Y todo esto que he amontonado: ¿para qué/para quién será?

Decía el Papa Benedicto que «las cosas finitas pueden dar algo de satisfacción o alegría, pero sólo lo infinito es capaz de llenar el corazón del hombre. En el fondo de la naturaleza de todos hombres se encuentra la irreprimible inquietud que le empuja a la búsqueda de alguna cosa que pueda satisfacer este su anhelo.  «Sólo Dios basta». Él solamente saciar el hambre profunda del hombre, quien ha encontrado a Dios, ha encontrado todo y, citando a San Agustín, recordaba que «nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa en Ti». Y que Dios, ha venido al mundo para despertar en nosotros la sed de las ‘cosas grandes» …

A Abram (todavía sin la «h» en medio) no lo podemos considerar un “viejo”, a pesar de que contaba noventa y tantos años, porque aún le quedan esperanzas, inquietudes, ilusiones, y no se ha rendido, parece que para él no existe el “ya no hay nada que hacer”. Sigue dispuesto a buscar, a moverse, a arriesgarse. Los «síntomas» de que uno es «viejo» (en el peor sentido de la palabra) tienen que ver con «conformarse», aislarse y encerrarse en uno mismo, volverse más cabezota y rechazar lo distinto, ser «alérgico» a las novedades, multiplicar las costumbres fijas y las manías, no querer ya complicarse la vida, vivir del ayer, y que nos dejen tranquilos.

Estas cosas no están necesariamente unidas a la edad, pero es cierto que cuando se van cumpliendo años., se hacen más frecuentes. No fue el caso del Padre de los Creyentes.

Y Dios le sale al encuentro con una invitación aparentemente descabellada o exagerada: “Sal de tu tierra y de la casa de tu padre”. Es decir: Deja tus costumbres y tradiciones, lo ya conseguido, todo eso de lo que te sientes tan orgulloso, y que te da cierta seguridad, tus raíces y tu tierra, a lo que tanto esfuerzo has dedicado a lo largo de tu vida, porque ya ves que tu corazón no se siente feliz.

¡Uy lo que nos cuestan los cambios, si podemos los evitamos o retrasamos! Cambiar costumbres, opiniones, ideas. Qué fácil comprender a san Agustín cuando rezaba: «concédeme castidad y continencia, pero todavía no, porque tenía yo miedo de que me escuchases demasiado pronto».

Y por eso nos cuesta imaginar y construir una Iglesia sinodal, unas parroquias auténticamente evangelizadoras, una política sana y comprometida con los problemas reales de los ciudadanos, unas comunidades más vivas, etc. Y seguimos como siempre y con lo de siempre. A esto se ha referido también el Papa Francisco:

«La costumbre nos seduce y nos dice que no tiene sentido tratar de cambiar algo, que no podemos hacer nada frente a esta situación, que siempre ha sido así y que, sin embargo, sobrevivimos. A causa de ese acostumbrarnos ya no nos enfrentamos al mal y permitimos que las cosas «sean lo que son», o lo que algunos han decidido que sean. Pero dejemos que el Señor venga a despertarnos, a pegarnos un sacudón en nuestra modorra, a liberarnos de la inercia. Desafiemos la costumbre, abramos bien los ojos y los oídos, y sobre todo el corazón, para dejarnos descolocar por lo que sucede a nuestro alrededor y por el grito de la Palabra viva y eficaz del Resucitado».

La felicidad, la realización personal, el sentimiento de plenitud, no pueden venir sólo de tener tierras, tener ganados, tener pareja, tener el tiempo ocupado, tener prestigio y ser respetado. Y menos todavía al «ver» (¡y no siempre queremos verlo!) a tantos hermanos en el mundo a los que falta lo esencial para vivir con dignidad. Como dice una frase que he leído por Internet: «Ya estamos a tope de gente que se quiere a sí misma: ahora nos faltan los que se preocupen de los demás».

Y es que nos faltan las estrellas. Como Abram, Dios quiere que miremos también hacia arriba, él tiene mejores planes, tiene algo distinto que ofrecerte, algo en lo que no te has embarcado todavía. Mirar hacia arriba es mirar hacia Dios, es estar dispuesto para Dios.

Al comienzo todavía de la cuaresma, es una actitud válida y necesaria para ir más allá de donde estamos, para dejar de dar vueltas a nosotros mismos, nuestras cosas, nuestras obsesiones, nuestros proyectos, y que haya en nosotros Nueva Vida, la que nos viene del Resucitado como dice el Papa, que es mucho más que una estrella del cielo: es todo un Sol que nace de lo alto. Hoy suena para ti, para la Iglesia, para las parroquias y cada Comunidad….un grito de Dios: ¡Hay que salir! Salir de donde estamos para llegar a lo que todavía no somos ni hemos conseguido, y para ello hay que dejar lo de siempre atrás. Para caminar, sin saber adónde (a Abraham no se le dieron explicaciones, sólo instrucciones: SAL).

En este sentido podemos leer hoy las palabras de Pablo a Timoteo: Hay que salir de esa vida y de esa fe rutinaria, para tomar parte en los duros trabajos del Evangelio, según las fuerzas que Dios te dé. Dejemos que el Señor venga a despertarnos, a pegarnos un sacudón en nuestra modorra, a liberarnos de la inercia, como tuvo que hacer con los apóstoles en el Tabor cuando se llenaron de miedo y espanto, para que nos diga: «Levántense, no teman». El Señor quiere contar con cada uno de nosotros, y con una Iglesia y unas parroquias y unas comunidades que dejen de mirar hacia atrás (ya sabes que Sínodo significa CAMINAR CON OTROS), porque “haré de ti un gran pueblo para que sean bendecidas todas las familias del mundo”. Todas.

¿Difícil? ¿Que cómo lo hacemos? Ahí es donde entra el «fiarse de Dios». Si Él nos está pidiendo que salgamos, a nosotros nos toca ponernos en marcha. Abraham ESCUCHÓ al Señor y le fue fiel. Y se cubrió de bendiciones y fue cauce de bendiciones para otros muchos. Hoy hemos recibido la misma invitación: “Este es mi Hijo, escúchenle”. “No teman, levántense”.

Nos quedamos hoy con estas palabras, les damos vueltas en la oración y ¡a ver qué pasa! (¡a no ser que tengas más años que Abram!). Abrám marchó, como le había dicho el Señor. Pues «rapidito», como decía mi abuela…Que así sea. Paz y Bien.

royducky@gmail.com

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