• Spotify
  • Mapa Covid19

Cuando México se puso de moda en Estados Unidos

Edgardo Bermejo Mora

(Primera de tres partes)

El tema de las relaciones culturales entre México y Estados Unidos ha sido uno de los puntos menos tratados en los procesos de negociación que condujeron a la firma del TLC en 1994, y a la del TMEC en 2019.

Justo en 1994, el año en que entró en vigor el TLC, la Universidad de Alabama publicó un libro magnífico y poco conocido de la historiadora estadunidense, Helen Delpar, con el título “ The Enormous Vogue of Things Mexican, Cultural Relations Between The United States and Mexico, 1920-1935 (La gran moda de las cosas mexicanas, relaciones culturales México-Estados Unidos).

Recupero casi treinta años después la lectura de esta obra que aborda sin fanatismos uno de los temas más delicados, complejos, y de mayor potencial para la integración norteamericana: la cultura.

No es casual que Helen Delpar escoja como punto de arranque el año de 1920, pues sólo a partir de entonces ambos países se dieron a la tarea de establecer los primeros puentes culturales de convivencia, tras un siglo de relaciones accidentadas y violentas que estimularon la antipatía y la intolerancia mutuas.

En efecto, durante todo el siglo XIX y las primeras décadas del XX, México estableció en Europa sus propios horizontes culturales y estéticos. Especialmente Francia y España se constituyeron como el lugar obligado para la residencia temporal de muchos escritores y artistas latinoamericanos. Europa era la heredera natural de la Ilustración y el humanismo renacentista y por lo tanto el viejo continente se presentaba como el único interlocutor posible. Por el contrario, la cultura anglosajona y protestante de Norteamérica sólo podía despertar admiración por sus avances económicos y su democracia política, pero no por su producción cultural a la que se le consideraba fría, materialista, vulgar y, sobre todo, carente de contenido histórico; a la prosperidad económica estadounidense, los intelectuales latinoamericanos oponían el baluarte de una cultura mestiza considerada estética y espiritualmente superior, con sólidas raíces desde el sur del Río Bravo hasta la Patagonia.

Cuando el escritor mexicano Federico Gamboa, a principios del siglo XX, cumplía una misión diplomática en Washington, escribió que no le sorprendía “que este pueblo comercial de Estados Unidos, no haya erigido un monumento al gran poeta Walt Whitman”. Asimismo, el célebre periodista mexicano Ignacio Ramírez escribió alguna vez que no le interesaba conocer más sobre Estados Unidos, pues “es un pueblo sin historia”.

Si bien los prejuicios de los intelectuales mexicanos eran el resultado de un siglo de convivencia desgarradora y hostil por sus cuatro costados, lo cierto es que la denuncia de Federico Gamboa tampoco podía tener ningún eco entre sus compatriotas, pues hasta ya bien entrado el siglo XX, el conocimiento de la literatura estadounidense se limitaba a unas cuantas traducciones de Edgar Allan Poe, algunos poemas de Whitman que se conocieron hasta 1919 a través de la Revista de revistas y otras no menos someras traducciones de las novelas de Mark Twain. En efecto, si revisamos la vasta producción de revistas culturales mexicanas durante la segunda mitad del siglo XX, encontraremos que las menciones a trabajos estadounidenses son escasas y recelosas.

Pero por encima de los prejuicios crecía la necesidad de abrir puentes de comunicación e intercambio. Así, por ejemplo, cuando Justo Sierra visitó Estados Unidos en 1895, quedó muy impresionado por la riqueza de la producción musical en Nueva York y al conocer la vida académica de las universidades estadounidenses pronosticó que “para el siglo XX Estados Unidos se convertirá en el líder mundial en centros de investigación.” En ese mismo sentido, un dato curioso que revela el creciente interés por Norteamérica se demuestra en el hecho de que, con motivo de la reapertura de la Universidad Nacional de México en 1910, la entonces Escuela de Altos Estudios –hoy Facultad de Filosofía y Letras- abrió sus puertas con una conferencia magistral del psicólogo estadounidense James M. Baldwin.

Por su parte, el antropólogo mexicano Manuel Gamio, escribió un ensayo en 1916 en el que afirmaba que los mexicanos eran mucho más materialistas y monetarios que los estadounidenses, mostrando como evidencia la “desinteresada filantropía de muchos millonarios norteamericanos”. Por ese tiempo nacían las fundaciones privadas de apoyo a la cultura y el conocimiento como la de la Carnegie Corporation o el Institute of International Education y por lo tanto era natural la admiración del maestro Gamio, quien consiguió este tipo de apoyos para realizar sus célebres excavaciones en monumentos prehispánicos, particularmente en Teotihuacán.

Dentro de Estados Unidos también se debatían dos fuerzas contrarias. La de mayor tradición y hegemonía hasta los primeros años del siglo, prevalecía como una visión racista, etnocentrista y antipática hacia la cultura mexicana, adversa hacia los elementos católicos de la tradición nacional y especialmente crítica del sistema político del porfiriato, al que veían como una condena fatal propia de un país incivilizado. Uno de los viajeros estadounidenses en nuestro país, Charles Flandrau, en 1908 publicó su libro titulado Viva México, en el que afirmaba que: “cualquiera con el más rudimentario conocimiento sobre México, sabe que una elección popular democrática en aquel país es y será imposible”. Como el suyo, muchos testimonios estadounidenses de principios de siglo sólo destacaban la belleza del paisaje mexicano y el carácter pintoresco de sus costumbres; en el mejor de los casos las opiniones favorables a México eran por demás ingenuas. Una carta publicada por el New York Times de un residente estadounidense en México con más de 20 años en nuestro país, señalaba que “la mayoría de los mexicanos son francos, bondadosos, corteses, comedidos y deseosos de paz y prosperidad. Ellos tienen corazones de oro, son simpáticos, abnegados y altruistas”.

En la segunda parte de esta serie veremos cómo la incomprensión mutua comenzó a moverse de lugar a partir de la tercera década del siglo XX.

Compartir:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *