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Letras Desnudas

Mario Caballero

Era de tarde cuando se oyó a lo lejos el grito de una mujer. Venían de afuera de la casa de la familia Gómez López, originarios de la comunidad Chacté, en el municipio de San Juan Cancuc. El niño Gerónimo, su hijo, había sido atropellado accidentalmente por un taxi.

El taxista y su ayudante no intentaron huir. El nombre del chofer era Juan Girón López y del copiloto Diego Girón, ambos eran originarios del vecino municipio de Tenejapa. No era de ellos la culpa, el niño se les había atravesado en el camino, pero tenían toda la intención de hacerse responsables.

En cuestión de minutos fueron rodeados por una turba de indígenas tzeltales. Sin pedir ninguna explicación, los golpearon salvajemente. De no haber sido por la oportuna aparición de los policías, ambos hubieran sido linchamiento en el acto.

Las comunidades indígenas tienen una forma anómala de hacer justicia, a la verdad demasiado primitiva para nuestros tiempos.

A Diego le abrieron el labio superior y le quebraron dos costillas. A Juan le dieron una pedrada en el ojo izquierdo. Los subieron a la patrulla con las manos atadas a la espalda. Era para todos ellos un divertimento verlos sufrir. Hubieran querido ver más sangre, pero se conformaron con la brusquedad con que fueron tratados por los oficiales, quienes los dejaron caer en la góndola de la camioneta como si fueran dos sacos de papas.

A esa hora de la tarde la mayoría de los hombres estaba en sus casas. La gente que se dedica a las labores del campo vive más o menos de esa manera: se levanta de madrugada, va al campo y al mediodía ya está en sus respectivos hogares tomando pozol con panela.

No conformes con que los inculpados fueran llevados a la cárcel, algunos de los amigos de los padres del niño tomaron sus sobreros de palma, el morral y los acompañaron hasta San Juan Cancuc, a unos sesenta kilómetros de ahí.

El chiquillo fue hospitalizado con una pierna rota y unos raspones insignificantes. Nada grave. Sólo le acomodaron el hueso y lo enyesaron. Los médicos dijeron que no era necesario que Gerónimo permaneciera internado.

En realidad fue más el susto que las lesiones. Empero, la familia exigía justicia como si los prisioneros se trataran de Hitler y Mussolini. Decían que ellos, el taxista y su ayudante, eran culpables de la muerte de su hijo, pero eso no era verdad. Ciertamente el niño tenía una pierna rota y quizá en ese momento seguía en la clínica, chupando una paleta de limón.

Una comisión encabezada por los padres del menor entró a la comisaría a hablar con los detenidos. El lugar apestaba. Una porqueriza era incluso más elegante que esa cárcel.

-¡Hey! ¡Levántense! Los papás del chamaco quieren hablar con ustedes -gritó un policía desde la puerta de la entrada. Juan y Diego eran los únicos presos.

-¿Cómo está su hijo? -preguntó Juan, doliéndose de la herida en la boca y mirándolos con un solo ojo, el otro todavía permanecía cerrado por la hinchazón del párpado izquierdo, que era una bolsita de piel rellena de sangre.

-Señores, en verdad lo sentimos mucho. Fue un accidente. Nosotros pasábamos por la calle cuando su hijo se nos… -en ese momento Diego fue interrumpido por el papá de Gerónimo.

-Queremos que nos paguen cien mil pesos -dijo.

-¡Mataron a mi muchacho! -gritó la mamá, pero sabía que eso no era cierto.

-O pagan o se mueren -dijo alguien entre el grupo.

-Amigos, por favor, no se trata de eso. Aquí mi amigo ya les dijo que fue un accidente. Y nosotros somos pobres al igual que ustedes. Ese dinero que nos piden no lo traemos encima. No vayan a creer que ese taxi es mío, yo sólo lo trabajo. Y él –señaló a Diego con la cabeza- nada más me hacía el favor de acompañarme en el viaje. Pero, bueno, no queremos mayores problemas. Sólo les pedimos que nos den unos días para juntar el dinero, aunque no creo que podamos juntárselo todo, es mucho para nosotros. Tal vez podamos pedir prestado, pero a lo mucho reuniremos unos cuarenta mil –respondió Juan.

-Pues entonces nos tienen que dar los papeles del taxi -dijo la madre del niño.

-Ya le dije, madre, el taxi no es mío. Yo nada más lo trabajo los fines de semana para ganarme un dinerito extra. Me dedico a la albañilería y no siempre tengo chamba. Si usted supiera en qué condiciones tengo a mi familia por falta de paga, me entendería usted mejor –dijo Juan.

-¡Ni madres! Si no nos pagan se van a morir, pendejos -contradijo el señor Gómez.

-Por favor, don, mírenos, ¿de dónde quiere que saquemos tantísimo dinero? Somos pobres. Se lo juro por la virgencita de Guadalupe -besó la señal de la cruz que hizo con la mano derecha-. Juan y yo haremos todo lo posible para juntarles unos cincuenta mil, pero déjennos salir -suplicó Diego, con miedo.

Joaquín Setanti, escribió: Es mejor estar entre dos locos que cerca de un necio. Y en esa ocasión Juan y Diego lo comprobaron.

-Queremos los cien mil y lo queremos ahorita -repitió la señora.

-Señora, se lo suplico, por mi madre, no tenemos ese dinero ahorita. De tenerlo ya se lo hubiéramos dado -dijo Juan.

-Entonces se los va a cargar la chingada -contestó el padre de Gerónimo-. Lo consiguen ahorita o los matamos.

-No, por favor, don, ayúdenos -dijo Diego desesperado. Sentía cómo se le hacía un nudo en la garganta-. Por favor… por favor. Nunca quisimos hacerle ningún daño a su hijo. Fue un accidente. Si nos matan, de todos modos eso no le devolverá a su hijo y ustedes van a terminar en la cárcel. Por favor, dennos algunos días, dos a lo mucho, y les damos el dinero. Todo. Los cien mil pesos.

-No, lo queremos ahorita –respondió el señor Gómez.

-Señores, por favor…

-Lo queremos ahorita, como dijo mi esposo -secundó la esposa-. Ustedes mataron a mi hijo. ¡Son unos asesinos! Así que pagan o los matamos a pedradas.

-No, señor, fue un accidente -habló Juan como sintiendo que ya nada se podía hacer.

En cuestión de pocos minutos, Juan y Diego fueron sacados de la cárcel. Los padres de Gerónimo, junto con el grupo de indígenas que los acompañaban, amenazaron a los policías para que no intervinieran y los trasladaron a Chacté.

Allá, los amarraron espalda con espalda. La agresión fue tumultuaria, hombres, mujeres, incluso niños, los golpearon y apedrearon. Los dejaron irreconocibles. Ni los césares fueron tan sanguinarios.

A una orden todos se hicieron a un lado. El taxista y su ayudante fueron rociados con gasolina y los quemaron vivos. Al principio se escuchaban los gritos de dolor de las víctimas y el júbilo de la comunidad que se hacía justicia por propia mano. Después, nada más se escuchaban los gritos de los inmolados, los demás contemplaban la escena en completo silencio. Luego, sólo hubo silencio. Toda la comunidad olía a carne quemada.

En la madrugada, el Servicio Médico Forense levantó los cuerpos calcinados. Y a las seis de la mañana, seis personas fueron retenidas por los pobladores de la comunidad de Ococh, municipio de Tenejapa, de donde eran originarios Juan y Diego. Los bajaron de un taxi y serían linchados en venganza por los hechos de Chacté.

Esto sucedió en febrero de 2014. Increíble, pero cierto. Ambos casos todavía siguen sin recibir castigo. Así son los usos y costumbres de los pueblos indígenas de Chiapas: una patente de impunidad.

yomariocaballero@gmail.com

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