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Letras Desnudas

Mario Caballero

Minerva estaba casi dormida cuando Juan llegó a casa. Eran las dos de la mañana. Después de infructuosos intentos por querer meter la llave en la cerradura, pateó la puerta para que su esposa se levantara a abrirle. Pasó un minuto y nada. Se dejó caer sobre la banqueta, adormilado. Juan había acabado con una docena de cervezas y estaba hecho un guiñapo.

Entonces escuchó la voz de Minerva, suave e inquisitiva. Al verla trató de incorporarse y las piernas no le respondieron. En su mano tenía una lata de cerveza casi llena, la dejó a un lado y se dio la vuelta para ponerse de pie. No pudo. Se volvió a sentar y bebió un poco.

-¡Ayúdame carajo! –dijo.

Minerva es delgada, de no más de 1.67 metros de estatura. El cabello, colocho, le cae sobre los hombros como un abultado pedazo de alfombra, negro y brillante.

Cuando llegó a Tuxtla vivió por algún tiempo en casa de sus tíos, antes de casarse con Juan, que conoció cuando trabajaba como empleada doméstica en el hogar de un matrimonio de maestros.

Juan era albañil y se emborracha cada fin de semana. “Ese parece diablo”, le decía su abuela. Y lo era.

El vicio que agarró Minerva al llegar a la capital fue el cigarrillo. Se fumaba uno antes del desayuno y otro después de cenar. Cuando su madre la descubrió, ella le respondió con la excusa más trillada en el mundillo de los fumadores: “Me ayuda a cagar”. A Juan no le gustaba que fumara.

-No quiero verte fumar nunca más –le dijo la primera vez que la vio fumando al regresar de una fiesta. Fue en octubre, durante el primer mes de novios-.

Pocas semanas después, al salir del cine, ella encendió un cigarrillo y le dio una calada mientras caminaban hacia la parada de colectivos. Era una noche fría de diciembre. El viento castigaba la cara y cada parte de piel descubierta del cuerpo. Juan percibió el olor, pero no dijo nada, la dejó fumar. Por ser ya pasadas la diez de la noche, tuvieron que regresar en taxi. Hasta le abrió la portezuela para que subiera. Al llegar cerca de la casa de Minerva, le pidió al taxista que se detuviera dos calles antes. Ella pensó que se trataba de un plan mañoso para la sesión de besos al final de la cita.

-¿Minerva?

Ella giró la cabeza hacia él, inquisitiva pero ansiosa. Y Juan se la dio con todo: la mano abierta, dura, la golpeó con tanta fuerza que ella cayó al suelo. Sus ojos se ensancharon de sorpresa y dolor. Levantó su mano para palparse la mejilla, caliente, entumecida por el golpe. Gritó en la calle oscura y vacía: “¡Aaaay, Juan!”.

-Te dije que no quería verte fumar nunca más –le dijo, furioso. Repitió lo que acababa de suceder. La cara de Minerva se puso roja. De sus labios no salió palabra. Ningún “Hemos terminado, Juan” o “Adiós, Mr. Macho” o “Ojalá te pudras en el infierno, maldito”. Nada. Se limitó a mirarlo con aquellos ojos de avellana. Después trató de decir algo, pero comenzó a llorar. El maquillaje le corría en la cara con rastros lodosos. A él no le molestó. Casi le gustaba verla así. Medio lo excitaba.

-Me olvidé –exclamó ella-. Eso es todo.

-Pues no lo vuelvas a hacer –respondió Juan. La levantó. Y en lugar de encaminarse hacia la casa de la joven, subieron a otro taxi y por primera vez tuvieron sexo en un motel barato.

Con no poco esfuerzo, logró meterlo a la casa. Juan sentía que le comenzaba a doler la cabeza. Entró al baño, orinó dos horas seguidas, según le pareció, y decidió terminar la cerveza, pero recordó que la había dejado afuera. Mandó a Minerva por ella y se sentó a la mesa.

-¡Dameeee de cenar! –le gritó.

-Aquí no es restaurant para que te sirvan a la hora que se te pegue la gana –le respondió Minerva. Juan sintió que se le tensaban los músculos del cuello. Era como si ella se sintiera más que él y eso no lo podía permitir. Posiblemente Minerva necesitaba una lección, un recordatorio de quién era el que mandaba. Después de aquella primera clase le siguieron muchas más. Primero fue por el cigarrillo, después por la comida caliente, luego porque no quiso besarlo por estar borracho.

Con dos años de novios y uno de matrimonio, Minerva se dio cuenta que las cosas no podían mejorar. Cuando se casaron, se fueron a vivir una casa en la colonia Arroyo Blanco, con techo de cartón y paredes de madera cubiertas con plástico para evitar que el polvo se colara por las rendijas. En pleno siglo XXI, Minerva cocinaba con leña y usaba letrina. Pero fiel a los valores que aprendió de su madre, se mantenía valiente ante la vida. Su único acto de rebeldía era fumar dos cigarrillos, a escondidas.

-¡Queee me des de comerrrr, te dije! –Juan dejó caer sus brazos sobre la tabla del comedor, derramando un chorro de cerveza en el piso.

-¡No! –contestó Minerva.

Juan imaginó que se levantaba a pura fuerza de voluntad. Era hombre, por el amor de Dios, y muy hombre. Estaba borracho, pero era de hierro. Y ella necesitaba una lección. Se levantó y se sacó el cinturón. Avanzó rápidamente hacia ella levantando el brazo derecho por encima del hombro, como si fuera a arrojar una jabalina. El cinturón siseó en el aire. Minerva, al verlo llegar, trató de apartarse, pero la golpeó en el brazo.

-Tengo que darte una lección –dijo Juan. La miró con odio. Quería ver miedo en el rostro de Minerva. Después de la clase vendría el amor y eso estaba bien. Así era siempre, porque él era bueno y la amaba. Pero eso sería después. De momento estaban en clase. Primero la paliza, luego el sexo.

Volvió a lazar el cinturón y vio que le lamía las caderas. Una, dos, tres, cuatro veces más. Todas dieron en el blanco. En cada golpe se produjo un satisfactorio chasquido al terminar en la nalga. Lo volvió a lanzar y… ¡por Dios, ella lo estaba sujetando! Había agarrado el cinturón. Juan la vio y tuvo miedo. Tambaleó. Minerva se lo jaló y no sólo se lo quitó, sino que del jalón él cayó de bruces bajo de la mesa, golpeándose la cabeza contra el piso.

-¡Basta, Juan! –dijo Minerva. No recibió respuesta. Parecía muerto, pero nada más estaba noqueado, mitad por el golpe mitad por la borrachera. Se metió un poco bajo la mesa y le dio la vuelta, notó que tenía una herida sangrándole en la frente. Lo sacudió y él despertó. La sujetó de los cabellos, le dio una cachetada y la golpeó contra la pata de la mesa. Ella manoteó y logró zafarse. Juan gruñía de rabia. Ella gateó hacia atrás. De su cara resbalan gotas de sudor. Tendido como estaba, Juan se estiró un poco y alcanzó a darle un puntapié en la barbilla, mientras ella aún se ponía de rodillas.

Juan forcejeó consigo mismo al tratar de levantarse. Puesto de pie, se aventó sobre ella para atacarla a puños, pero resbaló con la cerveza. Cayó de frente con todo su peso. Quedó tumbado, bocabajo, como una piltrafa, pero una piltrafa que la golpeaba, que la insultaba, que le impedía ver a su madre. Entonces, ella lloró.

Salió al patio y regresó con dos botellas con petróleo, que usaba para encender la leña. Lo roció sobre el cuerpo de Juan, exánime. También vertió un poco sobre la cama, la mesa y en el suelo de la casa. Fue al baúl y sacó un poco de ropa. Su ropa. Debajo de las cacerolas tenía escondida la cajetilla de cigarrillos y fue por ella. Encendió uno con un cerillo, frente a Juan, que ya roncaba.

-Estoy fumando, Juan, porque no me lo quitas de una cachetada –le dijo al cuerpo de su esposo, inmóvil. Lo vio por última vez desde el umbral de la puerta y dejó caer el cigarrillo encendido en un charco de petróleo. Y con eso aquella historia de amor terminaba en un horrendo crimen que convulsionó a todo Arroyo Blanco.

Nada se supo de Minerva desde aquel mes de marzo de 2004.

yomariocaballero@gmail.com

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