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El factor discriminatorio sobre la guerra en la historia de la izquierda

Marcello Musto

El pensamiento socialista ha ofrecido su contribución más interesante para comprender el fenómeno de la guerra al resaltar el fuerte vínculo entre el desarrollo del capitalismo y la propagación de la guerra. Los líderes de la Primera Internacional señalaron que las guerras no son provocadas por las ambiciones de los monarcas, sino que están determinadas por el modelo socioeconómico dominante. La lección de civilización del movimiento obrero nació de la convicción de que toda guerra debía ser considerada «como una guerra civil». En El Capital, Marx afirmó que la violencia era un poder económico, “la partera de toda vieja sociedad que está preñada de una nueva”. Sin embargo, no concibió la guerra como un atajo necesario para la transformación revolucionaria y utilizó una parte sustancial de su militancia política para vincular a la clase obrera con el principio de la solidaridad internacionalista.

Con la expansión imperialista por parte de las principales potencias europeas, la controversia sobre la guerra asumió un peso cada vez más importante en el debate de la Segunda Internacional. En su congreso de fundación se aprobó una moción que sancionaba la paz como «primera condición indispensable de toda emancipación obrera». Sin embargo, con el paso de los años, se esforzó cada vez menos en promover una política concreta de acción a favor de la paz y la mayoría de las fuerzas reformistas europeas terminaron apoyando la Primera Guerra Mundial. Las consecuencias de esta decisión fueron desastrosas. El movimiento obrero compartió los objetivos expansionistas de las clases dominantes y se vio contaminado por la ideología nacionalista. Para Lenin, sin embargo, los revolucionarios debían “transformar la guerra imperialista en guerra civil”, ya que quienes querían una paz verdaderamente “democrática y duradera” debían eliminar a la burguesía y los gobiernos coloniales.

La «Gran Guerra» también provocó divisiones en el movimiento anarquista. Kropotkin postuló la necesidad de «resistir a un agresor que representa el aniquilamiento de todas nuestras esperanzas de emancipación». La victoria de la Triple Entente contra Alemania fue el mal menor para no comprometer el nivel de libertad existente. Por el contrario, Malatesta expresó el convencimiento de que la responsabilidad del conflicto no podía recaer en un único Gobierno y que «no se debe hacer distinción entre guerra ofensiva y defensiva».

Cómo comportarse ante la guerra también provocó el debate en el movimiento feminista. La necesidad de reponer a los hombres enviados al frente, en puestos antes monopolizados por ellos, favoreció la difusión de una ideología chovinista incluso en el movimiento sufragista. Oponerse a quienes agitaban el coco del agresor para desmontar reformas sociales fundamentales fue uno de los logros más significativos de Rosa Luxemburgo y de las feministas comunistas de la época. Señalaron que la batalla contra el militarismo era un elemento esencial de la lucha contra el patriarcado.

Tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial, la URSS se vio envuelta en la Gran Guerra Patriótica que más tarde se convirtió en un elemento central de la unidad nacional rusa. Al dividir el mundo en dos bloques, Stalin creía que la principal tarea del movimiento comunista internacional era salvaguardar la URSS. El establecimiento de una zona tapón de ocho países en Europa del Este fue un elemento central de esta política. Con Jruschov se inauguró un ciclo político que tomó el nombre de Coexistencia Pacífica. Sin embargo, este intento de «colaboración constructiva» se llevó a cabo exclusivamente en las relaciones con los EEUU y no con los países del «socialismo real». En 1956, la URSS ya había reprimido sangrientamente la revuelta húngara. Acontecimientos similares tuvieron lugar en Checoslovaquia en 1968. El PCUS respondió enviando medio millón de soldados contra las reivindicaciones de democratización que florecieron con la «Primavera de Praga». Brezhnev explicó su intervención siguiendo un principio que se definió como «soberanía limitada». Con la invasión de Afganistán en 1979, el Ejército Rojo volvió a convertirse en la principal herramienta de la política exterior de Moscú, que siguió reivindicando el derecho a intervenir en lo que creía que era su «zona de seguridad». La combinación de estas intervenciones militares no solo perjudicó el proceso de reducción general de armamentos, sino que también contribuyó a desacreditar y debilitar el socialismo a nivel mundial. La URSS se percibía, cada vez más, como una potencia imperial que actuaba de formas no muy diferentes a las de los EEUU. El fin de la Guerra Fría no ha disminuido la injerencia en la soberanía territorial de los países concretos, ni ha aumentado el nivel de libertad de cada pueblo en cuanto a poder elegir el régimen político por el que pretende ser gobernado.

Cuando Marx escribió sobre la Guerra de Crimea en 1854, afirmó, en oposición a los demócratas liberales que elogiaban a la coalición antirrusa: “Es un error definir la guerra contra Rusia como un conflicto entre la libertad y el despotismo. Aparte de que, si esto fuera cierto, la libertad estaría actualmente representada por un Bonaparte, el objetivo manifiesto de la guerra es el mantenimiento de los tratados de Viena, es decir, lo que anula la libertad e independencia de las naciones”. Si reemplazamos a Bonaparte con los EEUU y los tratados de Viena con la OTAN, estas observaciones parecen escritas hoy.

La tesis de quienes se oponen tanto al nacionalismo ruso como al ucraniano y a la expansión de la OTAN no contiene ninguna indecisión política ni ambigüedad teórica. Debe perseguirse una incesante iniciativa diplomática, basada en dos puntos esenciales: la desescalada y la neutralidad de una Ucrania independiente.

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